ÁNGELA FERRARI:
AURORA
adhesivo contemporary, Ciudad de México, 2024Durante los últimos años, la práctica de Ángela Ferrari se ha volcado hacia las escenas de caza, un género pictórico que alcanzó su apogeo hacia finales del siglo xvii, principalmente en países de Europa occidental. La creación de este tipo de pinturas se predicaba sobre la identificación de los espectadores con el sujeto de la obra, esto es, que quienes la observaran asumieran, de forma imaginaria, el papel del cazador. Aún si éste no era representado dentro del lienzo, en la pintura aparecía todo aquello que vigila –tierras, animales y otras riquezas naturales– y que ha sometido o se encuentra próximo a hacerlo. Por lo tanto, este género era una afirmación de la dominación masculina sobre la naturaleza.
Las escenas de caza requerían una enorme destreza técnica. Además de tener la capacidad de realizar un retrato humano fiel y detallado, quienes creaban estas obras también debían representar un paisaje natural, distintos elementos asociados con el género de la naturaleza muerta (junto con las múltiples texturas que involucra) y a los animales –vivos o muertos– presa de esta actividad “recreativa”. También debían sobresalir en la representación de distintas razas de perros ya que, al ser la especie compañera del ser humano por excelencia, formaban parte esencial de los rituales de cacería, sirviendo como extensiones del “amo” cazador al encontrar a especies como liebres, jabalíes o faisanes, entre otras, y atraparlas para él. En consecuencia, eran retratados en posiciones dinámicas que se expresaban en torsiones complejas y un detalle casi clínico de su musculatura.
Tras esta descripción general, a primera vista, las pinturas de Angela Ferrari podrían parecer un anacronismo en pleno siglo xx. Sin embargo, éstas no son un despliegue de virtuosismo pictórico con tintes nostálgicos. Una mirada más atenta revela que sus obras han sido creadas siguiendo un número de alteraciones –o quizás sea más preciso pensar en desviaciones– al canon de dicho género. En ellas se revelan disonancias formales meditadas concienzudamente. Por ejemplo, a contrapelo de la pintura académica, los planos son pintados de adelante hacia atrás y el espacio ocupado por el cielo es mínimo, lo cual propicia una sensación de encierro. En ocasiones contadas, la artista ironiza la violencia y el poder patriarcal asociados con la caza al coser sobre el lienzo delicados elementos de follaje, en appliqué, creados en una gasa vaporosa. Siendo las prácticas textiles algo ajeno –y, sobre todo, opuesto– a tal tradición de dominio exclusivamente masculino, surge entonces un indicio de la postura crítica de Ferrari.
Con cada nueva entrega, las subversiones formales continúan in crescendo. Si inicialmente éstas se camuflaban entre el paisaje, en las obras más recientes se enfatizan con mayor contundencia. Al principio, la artista incluyó fondos de color plano, a lo que siguió la adición de colores neón en líneas que atraviesan la composición caprichosamente. También ha incluido especies de flora y fauna que no corresponden a estas escenas de dominio europeo (plantas endémicas de México u otras consideradas maleza) y ha invertido los papeles entre víctima y depredador, creando escenas donde, por ejemplo, son los jabalíes quienes persiguen a los perros.
Al utilizar su habilidad técnica para perfeccionar los distintos requerimientos pictóricos y, después, colapsarlos, la artista provoca un extrañamiento que desemboca en la desidentificación de lxs espectadorxs con el cazador, aquella figura que, según el filósofo ilustrado Jean-Jacques Rousseau, marca la transición de niño a hombre gracias al uso de la violencia y las armas. Así, al “feminizar” la pintura de caza –esto es, al generar una representación disidente de las reglas establecidas por una cultura masculino-paterna– el trabajo de Ferrari esboza una crítica feminista a esta expresión simbólica del poder masculino y absolutista sobre los animales y la tierra.
El enorme lienzo presentado en Aurora exacerba el derribamiento de las convenciones de la pintura de caza para presentar una escena aberrante donde el espacio no se rige más por las leyes de la física. Es imposible deducir hacia dónde vuelan un cisne y una guacamaya –o quién depreda a quién–, dilucidar de dónde pende una guirnalda de pájaros muertos de la cual se sujeta un mono araña o dónde se sostiene una columna con rambutanes. Al borde de un cuerpo de agua se encuentra parado un cardenal, junto a él yacen distintas aves muertas rodeadas por granadas rojas y unas dalias de un violeta intenso. En Aurora, la gravedad parece estar suspendida. El cielo choca con el agua. Los límites son difusos. Las figuras han perdido su anclaje. Ángela Ferrari ha prescindido de la superficie terrestre –el escenario de esta tradición– de la cual solamente sobrevive un indicio: un mastín de cuyo hocico entreabierto asoman unos colmillos prominentes.
La primera vez que vi este cuerpo de obra, lo pictórico quedó en segundo plano y lo onírico tomó prominencia. Hay ciertos detalles que creí haber soñado antes: el fulgor del agua en la que nadan unos patos y sus crías es tal que resulta cegador, destella en tonos rosados del color del durazno, en verde pistache y en azules que tienden al malva. Recuerdo con una nitidez lejana esa mancha tornasol de un derrame tóxico –¿o acaso rememoro la pesadilla de alguien más?–. El tono violáceo del cielo en la parte superior, apocalíptico, podría interpretarse como un mal presagio.
Es solamente en los sueños donde pueden existir esas complejas relaciones espaciales. Éstas, por igual, pueden ser la expresión de un malestar colectivo. Como diarios nocturnos, los sueños registran minuciosamente el impacto –social, político, ecológico– del mundo en nuestro interior con la precisión de un sismógrafo. A pesar de que suelen circunscribirse a la esfera de lo íntimo, en ellos emergen la ansiedad y el deseo que deben situarse, por el contrario, en un horizonte histórico y colectivo.
Frente al terror paralizante de un mundo en el que la caza era un señalamiento incipiente –o incluso mínimo– de esa relación masculinizada –extractiva, absolutista, vorazmente depredadora– hacia el planeta, sus habitantes y sus recursos, en las producciones oníricas aflora, como un reverso, la comprensión inconsciente de los procesos políticos en curso y los peligros que implican. En consonancia con el lema “lo personal es político”, deseo enfatizar aquí que lo ambiental también es político.
A pesar de la notoria ausencia humana, la depredación representada en Aurora da cuenta de una realidad que, de manera incremental, se transforma en pesadilla. Aquí, todxs volvemos a identificarnos con el cazador: como especie, hemos realizado aquella transición de niño a hombre al someter, a través de la violencia, el mundo a nuestro alrededor. En esta nueva obra de Ángela Ferrari, un sueño en el que se manifiesta el carácter espontáneo y activo del inconsciente, la depredación total ha destruido la atmósfera de normalidad a la que nos aferramos aún en la vigilia.