cecilia miranda gómez
tres segundos: cruzar el borde, detener el eco
Local 1, Ciudad de México, 2023



Una casa –su jardín y habitaciones, las actividades y relaciones que se tejían en su interior, y los largos traslados para alejarse de ella y regresar– ha conformado el núcleo narrativo de la práctica de cecilia miranda gómez (Ciudad de México, 1993). Ubicada en el municipio de Coacalco, Estado de México, ya sea como materia física o como un corpúsculo de recuerdos, la casa en cuestión ha inspirado distintas series en las que la artista despliega historias, recalcando su h minúscula, que se entretejen con la Historia de las zonas conurbadas de la capital del país: su crecimiento desmesurado, la violencia que se experimenta en los traslados, las pocas oportunidades para el crecimiento académico o profesional. 

Recientemente, esta investigación ha virado hacia el ámbito espacial y, creando algo que llamaré mapas afectivos, cecilia ha cartografiado los recorridos que realizaba desde esa casa –¿un espacio primigenio?– hasta otros puntos, éstos dentro de la capital, donde su vida transcurría por igual. Un primer resultado han sido cajas de luz en un formato de mesa en las que, mediante líneas sinuosas y trazos caprichosos, la artista plasma su vaivén cotidiano, atravesado también por ideas, anhelos y reflexiones –algunos de ellos anotados dentro del plano mismo– que surgen durante dichos desplazamientos. Además de afectivos, estos mapas son inútiles: se rebelan contra los principios básicos de la cartografía, cuyo propósito es dimensionar un territorio y brindar una orientación precisa en él. En lugar de homologar el espacio, estos mapas afectivos dan cuenta de la singularidad que éste puede encerrar.

Y, ahora, en esta historia se cruza Local 1, una galería que es también un bar. Apasionada por lo narrativo, la artista ha infiltrado las historias de las personas que trabajan ahí en sus mapas afectivos y, aunque se han reducido a un formato pequeño, conservan esa luz que pulsa en su interior. La vibración óptica que generan los mapas se extiende a las paredes, pintadas de un amarillo intenso, en las que destacan distintas formas en color blanco. Estas siluetas surgen de algunos elementos presentes en Local 1 –botellas y las ilustraciones que engalanan sus etiquetas, cubiertos, mobiliario– y las replica en gran formato en los murales y, en una escala más modesta, en una serie de cuatro dibujos realizados sobre cartón con pintura Comex diluida. Los dibujos alteran la definición de los contornos; sus figuras superpuestas, atrapadas en un flujo circular, parecen representar una colisión de objetos que imposibilita distinguirlos entre sí.

La obsesión por encontrar formas comunes remite, nuevamente, a esa casa de la infancia, donde cecilia observaba a su mamá crear “patrones” de costura, moldes realizados en cartón cuya función es acelerar el proceso de confección de prendas futuras. A pesar de su deseo por acelerar la producción textil, y de la ayuda mecanizada de la máquina de coser, la costura continúa siendo una forma de subsistencia económica históricamente feminizada, común entre mujeres que llevan en sus hombros la carga de un hogar. Esto, por ende, la circunscribe a una temporalidad más cercana a la producción manual que a la producción en serie. Así, la falsa promesa de industrialización implícita en los patrones (cuya etimología curiosamente proviene del latín patro o patronis, un derivado tardío de pater, es decir, padre; una forma arquetípica que sirve para reproducir objetos idénticos) me lleva a pensar que buscar algún otro término para describir a esta práctica emprendida por cecilia, cazar siluetas y las historias que en ellas se encierran, sería un ejercicio productivo.

En preparación para este texto, hace unos días leía una entrevista conducida por la propia artista en la que cuenta uno de los recuerdos más atesorados de esa casa de la infancia. “En ese jardín”, comenta, “rodeada de nochebuenas y buganvilias, viví una de las experiencias más asombrosas: a los cuatro años, recostada en el pasto con la vista hacia el cielo, me di cuenta del movimiento de las nubes”. Por ello, creo que las siluetas y trazos que se encierran, temporalmente, en esta muestra difícilmente pueden llamarse “patrones”. En ellas, los objetos son como fantasmas: tan etéreos y complejos como su propia (in)materialidad. Su intención no es imponerse como canon ni marcar la pauta para producciones idénticas, seriadas, indistinguibles; no aceleran el paso del tiempo sino que lo ralentizan. Pero la definición más cercana a esas formas sería la de nubes, aquellas figuras blancas que cecilia descubrió moviéndose contra el intenso azul del cielo: fugaces, metamórficas, irrepetibles; se descubren a la vez que se inventan, gracias a una observación atenta, escrupulosa, pausada. Sumando al ejercicio de observación el de la escucha, cecilia intenta comunicar la singularidad de cada momento y cada encuentro. Aquí, los objetos y sus historias son inasibles como las nubes, cuyas formas, imposibles de fijar, están en transformación perpetua.