Curar desde la precariedad

Publicado en la Revista Bisagra 2.0, 2016


Un imponente edificio de estilo brutalista, camuflajeado entre la maleza, es la imagen con la que asocio el final de la residencia curatorial que realicé durante el invierno de 2016 en Lima, invitada por Bisagra. El edificio en cuestión no lo visité sino que es el motivo central de un video de la artista Fátima Rodrigo; en él se alberga la Facultad de Agronomía de la Universidad Amazónica del Perú. En una descripción somera, el video se construye de una serie de travelings que muestran tanto los interiores como el exterior de la Facultad: paredes invadidas por la vegetación, afectadas por la humedad, herrerías oxidadas y enormes espacios vacíos, inhabitados. En la visita de estudio que realicé, la propia artista me explicaba que su práctica en general se interesa por la transposición de una estética modernista al contexto latinoamericano. Debido en parte a que la visita fue una de mis últimas actividades en Lima, o quizá abusando de una metáfora, tuve la impresión de que el trabajo de Rodrigo –y en particular este video– resumían a la perfección la experiencia que viví, como curadora invitada, en la capital peruana.

Desde un punto de vista personal, he de reconocer que mis expectativas sobre la escena artística de Lima eran altas debido a la visibilidad internacional que ésta ha conseguido en los últimos años. Por ejemplo, Bisagra aparece a menudo reseñado dentro de los espacios independientes más innovadores de América Latina, la presencia de varias de las galerías radicadas en la ciudad es una constante en ferias internacionales, hay un número de artistas peruanos que participan regularmente en el circuito de bienales, y la historia de una vanguardia artística peruana, desconocida hasta hace poco fuera del Perú, ha sido proyectada, principalmente en museos europeos, por el curador Miguel López. En resumen, pensaba en Lima como una escena emergente, llena de energía, e imaginaba una pléyade de iniciativas independientes surgiendo a lo largo y ancho de la ciudad. Lo que me encontraría es un escenario radicalmente distinto, concentrado únicamente en un par de distritos, y noté asimismo que la melancolía evocada por el cielo perennemente nublado de la capital se reflejaba en el ánimo de sus miembros. Bastaron un par de días para descubrir que muchas de las cosas que había asumido estaban equivocadas: a pesar de haberse impuesto la responsabilidad de ser el museo enciclopédico del Perú, el MALI no es un museo estatal, la agencia de las galerías dentro de la escena local es limitada y los espacios independientes, a pesar de contribuir a revitalizar la oferta artística, son muchos menos de los que mi fantasía inicial dictaba. 

Que Lima no satisficiera las expectativas preconcebidas con las que aterricé se debió quizás a que, entusiasmada por la publicidad que promueve a la ciudad como el destino más popular del turismo gastronómico, extendí dicho boom a la escena del arte. En un país con un crecimiento económico sostenido durante más de una década, liberado de un pasado turbulento –un largo período de terrorismo y una dictadura– y que experimenta una apertura económica y cultural, parecería lógico que el arte floreciera a la par de la gastronomía. Sin embargo, lo que encontré es una escena donde la infraestructura es desigual [1] y la formación de una escena artística se ha concentrado en desarrollar un mercado, así su consumo local sea limitado, dejando de lado a poblaciones ajenas (o cuando menos no involucradas directamente con) el mundo comercial del arte. Propondría entonces hablar de una escena precaria en Lima más que de una emergente; el primer término refiere a un estado donde impera la inestabilidad y la existencia de condiciones óptimas de trabajo son una excepción y no la norma, el segundo apunta a una escenario consolidado que paulatinamente consigue visibilidad, reconocimiento y viabilidad económica. Ciertamente, hablar de precariedad en un contexto donde se goza un cierto bienestar económico –así sea únicamente a nivel macro– es desalentador pero puede ayudar a entender que es necesario reflexionar sobre las carencias para generar, efectivamente, una escena artística.

Extrañamente, el caso de Lima me recuerda a la situación actual de los Emiratos Árabes Unidos en cuanto a la creación de una infraestructura cultural. Frente a la bonanza económica se han construido museos de gran escala, incluso abrirá la primera sucursal del Museo del Louvre, pero aún no se sabe con qué obras, cuáles serán los artistas que debatirán lo ahí exhibido ni cómo se dará continuidad en una o dos décadas a una narrativa, a todas luces artificial, del arte árabe contemporáneo. Entiendo que la diferencia entre Lima y Abu Dhabi es abismal, el simple uso del nombre del museo costó 525 millones de dólares y la asesoría y préstamo de obra fueron tasados en otros 700 mdd, no obstante la manera de operar no es tan distinta: en ambos contextos sucede la creación ex nihilio de una escena artística que servirá para legitimar a aquéllos en el poder, sea político o económico (no olvidemos que además de servir como inversión y vehículo para la especulación financiera, una colección de arte tiene el poder de dotar a sus propietarios, ipso facto, con el calificativo de filántropos). La opinión de Gustavo Buntinx sintetiza la problemática actual de la creación acelerada e irreflexiva de museos en Lima, a su parecer 

“El Perú ha pasado de largas décadas de vacío museal a una fascinación museológica que le permite ahora a Lima tener ya no uno sino por lo menos dos museos de arte contemporáneo, entre comillas establecidos, y varios otros en proyección desde colecciones privadas articuladas por diversas formas del poder establecido: coleccionistas millonarios, etc. En simultáneo, Lima, que difícilmente podía tener dos galerías de arte dignas, serias –o tres o cuatro– ahora es el hub de una nueva revolución capitalista de precios y adquisiciones en el mercado del arte.” [2]

Si el vacío museal, la precariedad, aguzó un pensamiento crítico sobre el sentido de crear arte, postulando esta actividad como un modo de resistencia, la eclosión museal y galerística ha circunscrito a la producción a una competencia por vender, sobrevivir y destacar. Ante este panorama me asaltaron varias preguntas, en su mayoría relacionadas con las generaciones que han crecido bajo este nuevo modelo. ¿Qué sucederá con los artistas que no consigan ser representados por una galería comercial? Igualmente, una vez que se sature cada una de ellas, ¿dónde se mostrará la producción de los artistas que no participen de este sistema? ¿De qué vivirán? El entendimiento de una escena como un sistema de mero intercambio económico conlleva problemas de esta índole.

Bajo este tenor, la impresión que tuve en Lima, similar a la que he tenido al leer sobre el desarrollo de la infraestructura cultural en los EAU, es que se piensa –ingenua y erróneamente– que modelos similares a la teoría económica del trickle-down, popularizada en castellano como “teoría del chorreo” o “teoría del derrame”, pueden aplicarse a un fenómeno cultural. Esta teoría sugiere, grosso modo, que al crear condiciones para que la clase gobernante genere mayores riquezas (a partir de la disminución de impuestos o permitiendo la privatización de bienes), las mismas comenzarán a desbordarse, derramándose sobre las clases inferiores principalmente bajo la forma de empleos. Esta teoría es representativa del laissez-faire capitalista donde se concede una amplia libertad al sector privado para generar crecimiento mientras el Estado permanece al margen, cuando mucho, observando. ¿Sucede lo mismo al amasar una colección de arte y exhibirla? ¿Se genera acaso un entendimiento o un consumo discursivo de la misma? Mi postura es que el conocimiento, las experiencias estéticas y la recepción crítica del arte simple y llanamente no pueden derramarse. Por ende, es necesario pensar en otras formas de consumir y circular el arte y la cultura.

Es este punto, la creación de una escena artificial, donde veo la relación entre el video de Fátima Rodrigo y los museos que abren actualmente en la capital limeña: los edificios no crean una cultura y mucho menos generan dinámicas entre los miembros de su comunidad (así como una escuela, de ladrillo y concreto, no satisface las necesidades educativas de la gente y un hospital no brinda automáticamente salud y bienestar a una población) [3]. Una escena se crea desde abajo, a pequeña escala, e identificando empatía, afinidades intelectuales, problemáticas que lleven a la discusión y trabajando alrededor de las tensiones que surjan dentro de estas mismas dinámicas—generando una comunidad. Si el vacío museal señalaba un hueco, que “en un sentido erótico es un orificio que clama por ser llenado” [4], tal deseo no se ha visto satisfecho con la aparición de grandes espacios destinados a la exhibición de obra. Todo este preámbulo me lleva de nueva cuenta a Bisagra y al rol que está desempeñando dentro de la escena limeña, apelando a la idea de una curaduría concebida y diseñada dentro de un contexto de precariedad.

Con la finalidad de explicar esta idea es necesario fijar la mirada ahora en la figura del curador. Durante el mes que pasé en la ciudad, me percaté de que la situación laboral de este actor no es en lo absoluto mejor que la de los artistas. Por el contrario, ésta es incluso más precaria, extendiendo tal situación al capital simbólico de su práctica. El hecho de que no existan posiciones curatoriales en la mayoría de los museos que han abierto recientemente revela la mentalidad bajo la cual se han concebido los mismos: primero, que las obras no necesitan mediación, su complejidad y polisemia son plenamente comprensibles para quien sea que las observe, y, segundo, que una colección puede formarse siguiendo los lineamientos propuestos por un art advisor, cuya pericia consiste en detectar obras en las que el valor monetario incrementará a mediano y largo plazo, dejando de lado la cuestión de la relevancia histórica o conceptual. ¿Acaso se considera al curador una figura prescindible? Simultáneamente, dando lugar a una contradicción evidente, éste es también quien legitima las prácticas que se presentan––alguien con cierta autoridad intelectual a cargo de dotar de coherencia a lo exhibido por medio de un texto de sala, aportando entonces un sello que valida y se traduce en valor económico.

En un ecosistema artístico tan limitado, ¿cuál es el campo de acción real de un curador? De mano del surgimiento de museos y galerías, el capital humano de la escena limeña del arte también ha experimentado una profesionalización considerable. En la ciudad radican curadores formados en los epicentros globales de la educación curatorial, tales como el Center for Curatorial Studies de Bard College o el prestigioso programa de De Appel en Ámsterdam. Educados bajo la promesa de la curaduría independiente como un camino profesional económicamente viable e internacionalizado, ¿qué sucede al enfrentarse al contexto de Lima? Formulo estas preguntas sin la intención de aportar una visión peyorativa de la ciudad, es una cuestión que me apela directamente puesto que en la Ciudad de México, donde trabajo, se vive una problemática similar. Dadas las enormes distancias entre las ciudades con un paisaje de arte contemporáneo desarrollado y al elevado precio de los boletos de avión, en México –al igual que en el resto de América Latina– resulta sumamente difícil participar de la escena de más de una ciudad, incluso en el mismo país. Pocas veces se pone atención en que la idea del curador independiente se reconfigura necesariamente al trasladar esta práctica a ciudades de esta región. 

Regresando a Bisagra, éste se ha concebido como un espacio de discusión donde se llevan a cabo charlas, discusiones, talleres, presentaciones, residencias, se transmiten debates políticos, se preparan instrumentos de protesta, suceden fiestas y se realizan exposiciones. Todas las actividades anteriores suceden sin jerarquización alguna y se han concebido como un modelo alejado del sistema de exposiciones acompañadas de actividades derivadas de o en apoyo a la misma. De esta forma, Bisagra entiende el cúmulo de su oferta como un programa público enfocado a generar discursividad en torno a la práctica artística así como su capacidad para generar conocimiento, afecto y una posición política. De cara a la neutralización crítica del arte dentro de un contexto cuya finalidad última es vender, la iniciativa ha concebido un potencial de resistencia en el hecho de generar una comunidad. Creo que es aquí donde el deseo latente de las museotopías limeñas y este proyecto cruzan sus caminos: ambos se enfocan en los espacios vacíos, a la usanza de la imagen del Museo de Arte Borrado de Emilio Hernández Saavedra, pero cada uno de ellos ha pensado en colmarlos de maneras diferentes.

Aún si en un principio pensé en Bisagra como un resultado más del giro educativo en la curaduría, surgido a partir de un modelo de práctica expandida en el cual se apropian y reinterpretan modelos pedagógicos como un simposio, rápidamente comprendí que mi intuición seguramente estaba equivocada. En una ciudad como Lima, donde el cubo blanco es una convención relativamente reciente, ¿cómo se habría transformado con semejante rapidez la práctica curatorial y llegado en sólo una década al giro educativo? Haciendo de lado esta idea, me parece que el modelo implementado en Bisagra es en realidad uno responsivo al contexto, que de una manera más cercana a espacios independientes de otras ciudades latinoamericanas buscan encontrar en la educación y en la política una forma de hacer arte. Así, pasando a segundo plano una práctica decididamente autoral y abogando por un trabajo colectivo, Bisagra se ha dedicado a formar una comunidad con estudiantes, artistas jóvenes, y otros practicantes de paso por Lima. 

Desafiando a la lógica hegemónica actual de la ciudad, los integrantes de Bisagra han optado por desarrollar un proyecto a medio camino entre la educación informal, el intercambio de saberes, una curaduría educativa y un espacio social que no se define por el edificio que lo alberga pero que sí piensa en el contexto que le rodea. Así como el vacío museal no se llenó construyendo museos, y los problemas educativos del Perú –y más aún de sus provincias– no sanarán construyendo elefantes blancos, es claro que la escena de Lima jamás será una emergente si no se aboga en primer lugar por la construcción y el fortalecimiento de una comunidad artística. Desde una perspectiva estrictamente curatorial, el gran acierto de Bisagra ha sido no importar modelos, historias ni metas sino pensar en su contexto, uno de precariedad, para afirmar que el arte aún tiene un valor fuera del mercado. 



* Deseo agradecer a todas las personas que fungieron amablemente como interlocutores durante el período de residencia y que informaron en gran medida mi opinión sobre la escena limeña: Ignacio Álvaro, Ana Teresa Barboza, Gabriela Germaná, Giselle Girón, Jimena González, Pablo Hare, Max Hernández-Calvo, Víctor Idrogo, Sharon Lerner, Christian Luza, Ana Masías, Mijail Mitrovic, Nataly Montes, Andrés Pereira Paz, Ibrain Placido San Martín, Florencia Portocarrero, Rodrigo Quijano, Fátima Rodrigo, Juan Diego Tobalina, Susana Torres y Giuliana Vidarte.
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Notas

1. Por ejemplo, se han construido grandes museos pero se ha pensado muy poco en fomentar la creación artística dando becas de producción. A lo largo de las visitas de estudio que realicé entendí que los artistas solamente producen cuando hay una exposición confirmada en puerta pues producir sin apoyo económico alguno sólo es posible para un minúsculo sector de la comunidad.


2.  Gustavo Buntinx, participación en el congreso Au delà de l’Effet Magiciens, organizado por le peuple qui manque en Les Laboratoires d’Aubervilliers, París el 8 de febrero de 2015. Video disponible en http://www.lepeuplequimanque.org/magiciens/videos.

3.  La construcción de edificios que buscan satisfacer necesidades diversas es una constante dentro de los países de América Latina; el video de Rodrigo me parece relevante y pertinente porque traslada la reflexión al mundo del arte una vez que introduce esta problemática en dicha esfera.

4. Buntinx, Idem.