Daniel Monroy Cuevas. BETASOMCasa de Francia, Ciudad de México, 2019


Durante el siglo XX la percepción del espacio y del tiempo fue alterada una y otra vez: las ciudades crecieron a un ritmo vertiginoso y la velocidad a la que llegaban automóviles, aviones y trenes superaba con disciplinada constancia a la establecida previamente. La experiencia cinematográfica, por su parte, también ayudó a generar, a nivel cognitivo, nuevos sujetos—jamás había existido una simulación tan fidedigna, a la vez que fragmentada, de la realidad. La videoinstalación BETASOM, de Daniel Monroy Cuevas (Guadalajara, 1980), parece suspender o colocar entre corchetes tal experiencia de la modernidad. Filmada en una base submarina en Burdeos, la obra retrata una impactante construcción de hormigón de la Segunda Guerra Mundial que, bajo la mirada del artista, parece ofrecer una oportunidad para concebir una nueva práctica de la deriva –haciendo un guiño a la Internacional Situacionista–, a través de un mundo que se encuentra, igualmente, a la deriva.

BETASOM, nombre en clave dado a la base por la Marina Italiana en 1940, es una obra arquitectónica, remanente de la Ocupación de Francia, que ha sido conservada gracias a y a pesar de sí misma. Cumpliendo con el cometido original, resguardar el interior de lo que sucediese en la guerra, su destrucción es casi imposible; requeriría años de trabajo y los estragos ambientales serían irreversibles. Por consecuencia, la base se ha convertido en una suerte de testimonio –incómodo– de una época, archivado casi por error e inscrito en el patrimonio a pesar de no verse amenazado por pulsión de muerte alguna (a final de cuentas, qué es el patrimonio sino el ejercicio del deseo de proteger aquello que, por más frágil que sea, debe sobrevivirnos e ingresar en la historia). Así, Monroy Cuevas se interesa en la base como un objeto singular, un edificio que traduce un mundo y su labor como artista es, precisamente, descubrir –o inventar– cuál será éste.

La arquitectura es, en palabras del arquitecto Jean Nouvel, el arte de la necesidad. Sin ella, la arquitectura no existe—hay escultura o conmemoración. La base submarina de Burdeos, a todas luces prescindible en la época actual, desafía entonces los tres usos mencionados. Adoptando el formato de una carta de intención, a través de la voz en off de un personaje anónimo, el artista especula sobre lo que podría suceder dentro de la enorme estructura brutalista fuera de dichos parámetros. La proposición es clara a la par que absurda: habitarla, sin importar su penumbra perenne, la humedad o el retumbante eco cavernoso. Allí dentro, la visión se altera, las imágenes mecánicas se distorsionan –se elimina la profundidad de campo– y el proceso de sedimentación de la memoria, a partir de restos materiales, de forma inversa a la acelerada degradación que hoy sufre el planeta, adquiere una temporalidad  cuasi geológica.

En concordancia con las derivas de la Internacional Situacionista, y su deseo por romper con la experiencia burguesa de la ciudad, habitar la base y perderse en su vastedad propiciaría, tal vez, el surgimiento de una nueva especie de civitas donde se fundan pasado y futuro. Aquí no se fracturaría únicamente un modelo político y social –que, ciertamente, no es la intención primaria– sino un modo perceptual y cognitivo, influenciado por un pensamiento que llamaré cinematográfico: el lenguaje-forma surgido entre la cámara, la pantalla, la película y su materialidad. Gracias a las condiciones alteradas (o antinaturales) de la base (formas difíciles, duraciones prolongadas, entre otras), la base posibilitaría la atopía (la deslocalización) máxima: existe como un hoyo negro que punciona el continuum espacio-temporal y, especulativamente, ofrece una salida del siglo XX (y del XXI). Al entrar de lleno en este espacio producto de la modernidad, de su lado más violento, el espacio negativo permite poner en pausa su saturación visual y auditiva, la aceleración del fluir urbano se distiende. Así se rechacen la velocidad y la urbanidad, ¿es aún posible suspender la modernidad, colocarla entre corchetes? 

Ante esa pregunta, Asger Jorn propuso un tipo de utopía o atopía distinta a la deriva ideada por sus pares situacionistas, la cual, como es célebremente sabido, consistía en vagar sin intención por la ciudad conectando ambientes afectivos y sensoriales a lo largo de la retícula urbana. Inspirado por principios geométricos, Jorn propone, en cambio, la situología: ésta concierne a las propiedades intrínsecas de las figuras sin relación alguna con su ambiente. Una situación, según su formulación, existe en algún punto entre lo ordenado y lo aleatorio, entre un ambiente temporalmente estable o la autonomía, que llega a ser y desaparece, como diría Guy Debord, “en la guerra del tiempo”. ¿Cómo es el tiempo dentro de tal obscuridad indestructible?

La ficción creada en BETASOM, el terco intento por “deshabitar” el mundo, coincide en cierto modo con esfuerzos llevados a cabo por otros artistas cuyo propósito es, igualmente, escapar de la modernidad. Hay, por ejemplo, quienes  crean simulacros e hiperrealidades, o quienes se refugian en cosmogonías de los pueblos originarios y buscan adoptar sus conocimientos. Mientras las estrategias para crear, no lugares fuera de la historia, sino espacios de excepción continúan in crescendo, el sentimiento de un fin predestinado se siente ominoso. La duda me asalta, ¿en qué momento llegamos, como especie, a debatirnos contra una fatalidad autofabricada?