El dibujo como herramienta de incitación histórica. Sobre “Cartas a mi madre”, de Helena Fernández-Cavada
Publicado en GasTV, 2018


En 2006, mientras estaba sentado en un taxi que se adentraba en un túnel vial en Medellín, el antropólogo Michael Taussig atestiguó una escena peculiar y perturbadora: en el poco espacio existente entre el arrollo vehicular y las altas paredes del mismo túnel estaban un hombre y una mujer, él se introducía –de cuerpo completo– en una bolsa de nylon blanca y ella cosía la bolsa y lo encerraba dentro. Extrañado y aún sorprendido, Taussig dibujó más tarde la imagen en su libreta de trabajo. Sumado al nebuloso recuerdo, el dibujo es el único testimonio de tal evento. De la reflexión sobre este encuentro fortuito surgió I Swear I Saw This [Juro que vi esto], un pequeño libro donde se pregunta por el rol del dibujo dentro de la práctica antropológica.

Al ser una disciplina científica, con las pretensiones de objetividad y generación de conocimiento que por ende le atañen, la antropología prescinde de los dibujos realizados por sus practicantes. Registros subjetivos de un hallazgo específico, impregnados de lo que Taussig llama la “lógica imaginativa del descubrimiento”, los dibujos desaparecen para transformarse en “la rígida disciplina de la prueba”, es decir, teoría y conocimiento aparentemente objetivos. Incluso fuera del campo antropológico, el dibujo suele asociarse con estadios primitivos que preceden al lenguaje escrito. Por ejemplo, desde una perspectiva occidental, las culturas mesoamericanas fueron infantilizadas a lo largo de varios siglos: al utilizar sistemas de escritura más cercanos al dibujo que a la lógica alfabética grecolatina, como los sistemas iconográficos, su contenido se asociaba con repertorios míticos y no históricos. 

A pesar de que la elección del dibujo como medio para la narración histórica parezca una decisión atípica, en Cartas a mi madre Helena Fernández-Cavada (Madrid, 1979) hace uso de éste como una herramienta que llamaré, a falta de una expresión más elocuente, de «incitación histórica». El origen de este libro se remonta a la mudanza de la artista, en 2007, de España a México, país donde descubrió las obras literarias de los republicanos exiliados y entró en contacto con una narrativa del franquismo desconocida hasta entonces por ella. Sin importar que algunas de estas obras hubiesen sido escritas tras la muerte de Franco, las vivencias cotidianas que describían continuaban estando profundamente marcadas por lo experimentado durante la dictadura. ¿Cuánto se habría omitido o callado en España durante su infancia y adolescencia? ¿Cómo forma esto parte de su historia, aún si nació “en democracia”? Con la finalidad de indagar la resonancia de este episodio oscuro en el presente, la artista decidió acercarse a su madre como una fuente histórica y excavar en sus recuerdos. Tras un mensaje de texto inicial, donde le pide que elabore una lista de la cosas que estaban prohibidas durante la dictadura, la artista da inicio al intercambio epistolar que seguirá una dinámica específica: ella dibuja y su madre escribe; cada una hace uso del lenguaje que le es más cercano.

Un dibujo es, por un lado, un regalo—tiempo plasmado sobre papel, la cristalización de un momento de atención y concentración cargada de afecto. Por otro lado, dibujar significa también, a decir de Taussig, varias acciones: representar, arrastrar, desenredar o ser atraído hacia algo o alguien. A pesar de que el antropólogo describe los múltiples significados del término utilizando el vocablo inglés correspondiente –to draw–, en Cartas a mi madre todas las acepciones anteriores entran en juego. Acertadamente, el dibujo sirve aquí para interrogar y excavar los recuerdos traumáticos, aquellos que difícilmente emergen utilizando palabras. De forma sostenida y progresiva, una narrativa de aquellos años comienza a aparecer y desentrañarse carta tras carta. En el presente, dichos recuerdos se transforman en desencanto, rabia e ilusión. Empleando diversos estilos, que oscilan de lo figurativo a lo abstracto y coquetean por momentos con el constructivismo, a lo largo de las páginas los dibujos muestran o sugieren formas diversas de ordenamiento y opresión: manos que silencian, libros que instruyen, figuras que imponen, patrones que organizan el espacio y frases que regulan la conducta. El dibujo es también un arma punzante que insiste en aquello que la memoria de la madre no desea visitar o sólo toca superficialmente.

Si bien el ejercicio asigna a cada una de las destinatarias un lenguaje específico, ambas recurren por momentos a otros medios. La hija utiliza ocasionalmente la palabra escrita para reavivar recuerdos muy puntuales, eliminando su propia voz y apropiándose de frases como “Niño no hables”, “Yo siempre fui de centro” o de letras de canciones. La madre, por su parte, adjunta a cada carta materiales que guardó de la época: viejos cuadernos, certificados y diplomas, revistas y grabaciones sonoras. Es verdad que, para narrar la historia –o, simplemente, para expresar la memoria– todo medio es insuficiente y el libro, quizás sin proponérselo, enfatiza en esta fragilidad. Además, Cartas a mi madre crea un archivo que da cuenta de la regulación total de la vida bajo el franquismo, desde la perspectiva simultánea de una mujer joven y de esa misma mujer adulta. En este sentido, y a pesar de no concebirse como un ejercicio historiográfico, el proyecto se encuentra cercano a la corriente del people’s history o la historia desde abajo, la cual propone invertir la mirada desde donde la historia se narra –una perspectiva vertical y de arriba hacia abajo– para revelar puntos de vista que, de otra manera, jamás se enunciarían. 

Por ejemplo, por su condición de mujer y ama de casa, la madre ha sido relegada a la esfera doméstica; rara vez habría sido interrogada sobre sus vivencias durante el franquismo e, incluso menos, sobre las secuelas que el período le dejó. Inicialmente, Fernández-Cavada pensó realizar un mapeo de las élites y el poder en España donde, aún después de la transición a la democracia, son las mismas familias quienes continúan ostentando el poder, sea político o económico. A pesar de contar con muchas más fuentes, decidió emprender otro camino pues rastros de estos personajes hay de sobra; son las vidas y los recuentos de quienes sufrieron la opresión quienes no han participado de la historia. En la antepenúltima carta, la madre habla de los fusilamientos y las “muertes accidentales” del franquismo, sin importar, remarca, que “toda la información está en los libros y hemerotecas”:

  •             Las últimas condenas a muerte que el gobierno de Franco firmó y que Franco, ya agonizante firmó, demostrando ser un asesino fascista.
    Franco murió a los dos meses. En medio de una situación muy convulsa del país y de unos sectores inmovilistas seguidores de Franco y otros que quería llegar a arreglos con la oposición en la clandestinidad , estaban ellos… no tuvieron ninguna posibilidad… El más joven tenía 21 años. Fueron fusilados en Madrid (Hoyo de Manzanares) y en Burgos y en Barcelona.
    […]
    Yo recuerdo esos días. Las dudas y esperanza sobre su salvación o no… Fueron días amargos. La impotencia de que no había nada que hacer. No había nada que lo pudiera parar…
    Me acuerdo de ver venir por la calle a un amigo que era del PCE, llorando, no podía parar ¿qué pasaba con la gente de la calle? Seguía haciendo su vida, como si nada… Aunque había mucha represión y miedo, parecía que en la calle no afectaba. 
    Y los mataron.
    Ellos murieron con 20 o 30 años. Yo tengo 61. No han tenido oportunidad de vivir lo que yo, de tener hijos, de disfrutar del sol, de los amigos, de la vida…


A diferencia de otros proyectos artísticos donde la relación madre-hija adquiere una importancia capital (pienso en Rachel, Monique de Sophie Calle o en buena parte de la obra de Louise Bourgeois), Cartas a mi madre se aleja de concebir a la madre como un ente pasivo, una metáfora o un personaje más y, por el contrario, se encuentra más cercano a la sensibilidad o intereses de la teoría queer, al igual que de otros campos de estudio más recientes que desestabilizan y descolonizan la construcción de narrativas históricas y su transmisión. 

Como mencionaba anteriormente, cada carta iba acompañada de distintos materiales, memorabilia que habría sido descartada de cualquier archivo propiamente histórico. La cartilla de servicio social, el certificado del curso de Enseñanzas de Hogar, Formación del Espíritu Nacional y Educación Física, los manuales de formación dan cuenta de la opresión específica a la que fueron sometidas las mujeres: su rol dentro de la sociedad estaba prediseñado por el Estado y tenía por cometido someterlas y despolitizarlas. El servicio social les enseñaba, entre otras cosas, a bordar y coser, a performar un rol de género, y si no cursaban éste no podían continuar sus estudios. A diferencia de “toda la información que está en los libros y hemerotecas”, estos detalles tan anodinos y cotidianos no han sido registrados dentro de las grandes narrativas sobre la vida política en España.

En el libro An Archive of Feelings, Ann Cvetkovich argumenta que el campo de estudios sobre el trauma ha ignorado a las mujeres y a la población queer, puesto que, salvo excepciones, no forman parte de los relatos históricos. Así, Cvetkovich aboga por un entendimiento menos limitado del trauma, que trascienda una esfera de impacto directa y tome en consideración sus efectos culturales. En él brinda dos herramientas teóricas que me gustaría destacar en relación con el libro: la fetichización de los documentos de un archivo y la insuficiencia de los mismos. 

En primer lugar, los objetos materiales de este archivo recién conformado cobran relevancia gracias a una lógica relacional: importan por el vínculo afectivo que existe entre madre e hija, porque conecta a la última con el pasado de la primera y brinda pruebas de sus experiencias traumáticas. En segundo lugar, la opresión femenina vivida durante el franquismo –y que se perpetúa actualmente a través de una cultura heteronormativa, machista y profundamente católica–  no puede contarse por medio de la mera reunión de objetos: la historia no es intrínseca a éstos. Habría que encontrar entonces estrategias, herramientas y metodologías que participen de manera conjunta a los objetos del archivo para (re)activar la agencia y potencialidades de los mismos. En relación al archivo queer, Cvetkovich propone recurrir a la figura del fan, quien se acerca a los objetos desde el afecto y no desde la razón, los queeriza por ende y busca su potencial subversivo. En Cartas a mi madre, Helena Fernández-Cavada subvierte y queeriza el dibujo que una hija regala a una madre. Esto es, apelando a una forma de comunicación primitiva, de apariencia inocua y tan lejana de la enunciación política, la artista pone en marcha un ejercicio artístico e historiográfico a través del cual ella y su madre pueden decir al unísono: “Juro que viví esto”.

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Notas

 1. Michael Taussig, I swear I saw this: drawings in fieldwork notebooks, namely my own (Chicago y Londres: The Chicago University Press, 2011).

2.  Durante más de una década, la práctica de la artista se ha establecido como una exploración de las capacidades y limitaciones del dibujo.