MEDIOS DESOBEDIENTES:
PINTURA Y GRÁFICA DE RUFINO TAMAYO
En “El gesto múltiple: Una publicación, un montaje expositivo, una reunión pictórica.” Editor: Christian Gómez. S–ediciones/El cuarto de máquinas, 2018.Dentro del ámbito cultural, hablar de desobediencia en un contexto latinoamericano trae a la mente, de manera casi automática, una serie de estrategias gestadas conjuntamente desde los campos del arte y el activismo en respuesta a la represión estatal desatada por las terribles dictaduras militares que asolaron a la región durante la segunda mitad del siglo XX. Esta ola de artefactos culturales creados desde abajo (arpilleras y pañuelos bordados, pintas y escraches, cacerolas de percusión, entre otros) provocó una ruptura radical con los lenguajes plásticos imperantes hasta entonces y abrió nuevos caminos para la producción artística durante lo que restaba del siglo. Frente a una revolución de semejante magnitud, la pintura, tal parece, no tendría cabida dentro de este relato.
Los factores que ocasionan que la pintura difícilmente sea concebida como un medio propicio –y mucho menos idóneo– para la disidencia son varios: su inalienable origen individualista, la larga historia y tradición que la legitiman como una de las bellas artes y la profunda carga academicista que acarrea consigo. Asimismo, su participación en el mercado desde, al menos, el Renacimiento la ha hecho blanco de críticas dirigidas a su supuesto carácter burgués y, por igual, a la facilidad con la que le es conferida una cualidad decorativa. A pesar de su papel protagónico en las vanguardias y neovanguardias europeas de finales del siglo XIX e inicios del XX, el alcance del pensamiento abiertamente antirretiniano de Duchamp y su impacto en los movimientos de corte conceptual de la última mitad del siglo pasado han dado pie a que, como medio, en su historia reciente, la pintura se haya enfrentado a la interrogación sistemática de su capacidad crítica. Por consecuencia, la posibilidad de que ésta fungiera como un medio que revolucionara los lenguajes artísticos quedó, simplemente, descartada.
Fuera de una narrativa con pretensiones universales, dentro de la cual correspondería el relato esbozado en las líneas previas, el arte moderno mexicano brinda un panorama donde la pintura se postula como el medio dominante y, por consecuente, el campo de batalla donde, durante más de tres décadas, se gestaron luchas producto de las tensiones ideológicas de corte político, estético e histórico que se disputaban entonces. Con la finalidad de realizar una primera aproximación a éstas, este breve ensayo se centra en una ínfima parte de la producción de Rufino Tamayo, iniciando con propuestas pictóricas pero navegando también por el terreno del dibujo y la gráfica, donde, argumento, el artista postula una concepción temporal distinta a la celebrada por los cánones artísticos de la época y que, en mi opinión, aún permanece poco estudiada. Las posibilidades que abre esta ruta no contemplada –o autorizada– dentro de los principios proclamados por la llamada Escuela Mexicana de Pintura trascienden la esfera de lo estético y resuenan incluso en el terreno de lo histórico y lo político. No obstante, a pesar de que mi interés aquí se centra en la obra de Tamayo, es necesario mencionar que no fue el único artista que desobedeció los principios dogmáticos que buscaban normar el arte de/en la época. Si bien exploraré una cuestión temporal a través del pintor oaxaqueño, debo mencionar que, por ejemplo, figuras como María Izquierdo y Frida Kahlo ejercieron también, a través de su obra, formas de resistencia ante los principios que disciplinaban a la pintura, divergiendo principalmente en las representaciones de personajes femeninos. [1]
Un pasado glorioso
La historia es bien conocida: en 1924 un grupo de artistas firmó el Manifiesto del sindicato de obreros técnicos, pintores y escultores que se publicó en el número inaugural de la revista de izquierda El Machete. A pesar de que entre los firmantes aparecen nombres de artistas asociados a posiciones artísticas que desde una perspectiva actual son opuestas –David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera, Xavier Guerrero, Fermín Revueltas, José Clemente Orozco, Ramón Alva Guadarrama, Germán Cueto y Carlos Mérida–, la autoría colectiva muestra un consenso inicial entre los artistas del período posrevolucionario, aunque desde entonces se rumoraba que el manifiesto era producto, de manera exclusiva, de la pluma de David Alfaro Siqueiros.[2] Con tono combativo y autoritario, el Manifiesto establece la función de propaganda ideológica que debe cumplir el arte “en bien del pueblo”, por lo que debían hacerse de lado expresiones individualistas cuyo fin no fuera educativo. Así, los cimientos teóricos del arte moderno mexicano se ponen sobre papel por primera vez: se exaltan “las manifestaciones de arte monumental por ser de utilidad pública”, se desdeña la pintura de caballete por su naturaleza individualista y talante aburguesado, y se apela a la creación de obras de las cuales se pueda desprender una lectura política e histórica. Como tal, el arte devino una herramienta de adoctrinamiento ideológico de primer nivel.
Por lo tanto, la autodenominación de los artistas como obreros no es gratuita y responde a la afiliación comunista del Manifiesto; su consecuente identificación con un sector explotado involucrado en la lucha de clases busca, a la vez, hacer brotar la fuerza étnica del pueblo a través del trabajo. Las tradiciones indígenas se encontraban, entonces, en el centro de este nuevo arte. A pesar de que la representación de dichas tradiciones varía enormemente dentro de la obra de cada artista –firmante o no del Manifiesto–, los rasgos comunes entre ellos son la gran frecuencia con la que se retrataron escenas de los pueblos indígenas, ya sea durante el esplendor de las culturas precolombinas y sus civilizaciones antiguas, mostrando la opresión de la que han sido víctimas a partir de la instauración de la colonia o uniéndose en armas durante la gesta revolucionaria para derrocar al viejo sistema. A nivel temático, el interés en las culturas indígenas no representaba novedad alguna dado que éstas eran uno de los temas recurrentes dentro de la pintura académica del siglo XIX — lo que se buscaba ahora era mirarlas desde el punto de vista de una ideología revolucionaria.
Dentro de la obra de los tres grandes muralistas, Diego Rivera fue quien acogió de manera más profusa tal temática: sus pinturas protestan contra el abuso de los trabajadores indígenas, documentan las tradiciones artesanales, alaban las vestimentas tradicionales y celebran las costumbres regionales. A pesar de presentar visiones idealizadas del pasado indígena, su obra fue realizada con base en investigaciones exhaustivas sobre acontecimientos históricos, sobre la geografía del México precolonial y sobre su iconografía. Por su parte, en una etapa temprana, Rufino Tamayo acogió igualmente una temática indigenista pero sin tintes pedagógicos — los personajes a quienes retrataban no eran figuras identificables (prescindió de los caudillos de la Revolución) ni podían ser ligados a escenas históricas específicas o delimitadas dentro de un marco temporal. Si la preocupación central de la época era expresar la mexicanidad, Tamayo lo hizo, inicialmente, a través de representaciones ciertamente racializadas (figuras humanas de piel morena de tonos rojizos, rasgos faciales que tienden a un trazo geométrico reminiscente de máscaras y esculturas provenientes de las culturas mesoamericanas) pero dentro del ámbito de la cotidianidad: un atleta mirando al horizonte (El atleta, 1931), una mujer cargando una canasta con frutas (Mujer con canasta de frutas, 1926), o una pareja con un bebé donde se revela al fondo vegetación tropical (La familia, 1925). En este sentido, el primer gesto desobediente de Tamayo fue rechazar su deber como artista, según establecía el Manifiesto, de ilustrar las gestas heroicas del México revolucionario, a la par de crear obras atemporales, en vez de situarlas dentro de un tiempo revolucionario, con las ideas que éste conlleva — principalmente autonomía y progreso. La admiración de Tamayo por una estética indígena se expresaba, por el contrario, a nivel iconográfico y no temático.
Si bien hay quienes afirman que la profunda internalización que logró Tamayo de una estética precolombina se debe a su origen zapoteca y al haber pasado la infancia en Oaxaca,[3] me inclino a pensar que son, por el contrario, experiencias formativas y no esencialistas las que pueden haber resultado tan significativas. Decepcionado por la rigidez de la enseñanza en la Academia de San Carlos, Tamayo abandonó la educación artística un par de años tras su ingreso y comenzó un camino autodidacta informado también por su trabajo. En 1921 fue nombrado Jefe del Departamento de Dibujo Etnográfico del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía (el antecedente institucional del actual Museo Nacional de Antropología) donde su labor consistía en realizar dibujos etnográficos de la colección de objetos precolombinos. Allí, al dibujar un sinfín de objetos prehispánicos (vasijas, figurines, máscaras, esculturas de pequeño formato, etcétera) asimiló el lenguaje plástico de las culturas mesoamericanas. [4]
Considerados anteriormente como objetos etnográficos (esto es, la producción material de una sociedad primitiva que contribuye al estudio de la misma), los objetos prehispánicos comenzaron a ser enormemente apreciados por una élite intelectual durante la década de los 1920s; su novel apreciación informó la idea de lo popular, refiriendo con ello al gusto de la gente común. La estética popular indígena, se decía, estaba en declive y sobrevivía únicamente entre las clases bajas y su producción artesanal — ésta sería una importante aliada en la lucha contra el gusto burgués y contribuiría a la cohesión de la identidad nacional.[5] Como resultado, muchos artistas comenzaron a formar sus propias colecciones de arte precolombino y en distintos museos, tanto nacionales como extranjeros, se llevaron a cabo exposiciones de objetos prehispánicos y artesanías, buscando hacerlas públicas para educar a sectores más amplios de la población.[6]
Una cronopolítica
En la década de 1940, durante su estancia en Nueva York, la producción pictórica de Tamayo continuó alejándose cada vez más de los ideales proclamados por la Escuela Mexicana de Pintura: si las escenas ligadas al heroísmo revolucionario no formaban parte de su repertorio temático, a partir de esta época la divergencia iconográfica se volvió más desafiante. Influenciado por movimientos pictóricos internacionales como el fauvismo y el cubismo, Tamayo emprendió una transformación en las figuras antropomórficas de la cual ya no habría marcha atrás. Alejándose del realismo que se ensalzaba en México, plasmó un gran número de personajes –humanos y animales– bajo un estilo que tendía hacia la geometrización y, por consecuente, perdía el carácter abiertamente racial de su obra previa. En Carnaval (1941), por ejemplo, aparecen una mujer y un hombre cuyos rostros están cubiertos por máscaras, cual si se prepararan para el carnaval. La mujer, desnuda, ocupa el primer plano y el segundo muestra a un hombre vestido y que porta un sombrero. Al fondo de la escena se distingue una maceta con flores bajo un arco. A través de la alegoría, la obra parece abordar temas universales al igual que atemporales como la fertilidad, entrando en conflicto con la ola nacionalista que dominaba el discurso nacional.
El uso de máscaras devino una constante en la obra pictórica de Tamayo y lo posiciona cercano a la apropiación del arte popular que llevaron a cabo sus contemporáneos. No obstante, a decir de Octavio Paz, el rasgo distintivo aquí es que la inspiración de Tamayo en el arte popular no proviene del nacionalismo ni de un formalismo estético sino de su capacidad por fungir como vestigio de la creencia en la magia, que el poeta asoció con la metamorfosis y la analogía.[7] Los otros artistas, por el contrario, utilizaban el arte popular para escenificar representaciones de lo nacional y lo tradicional cuya síntesis abriría la puerta hacia lo moderno.
Aunque es a través de la pintura que Tamayo realiza una práctica desobediente de las normas impuestas en el canon de la época, es por medio de la gráfica[8] donde genera interrogantes sobre la temporalidad de las culturas indígenas que se producía a través del arte. Por ejemplo, en 1976 realizó una serie de litografías donde retrataba distintos objetos prehispánicos en un estilo cercano a los dibujos etnográficos que había realizado poco más de cinco décadas atrás. A diferencia de la fotografía etnográfica cuyo interés es registrar y contextualizar, los dibujos de los 20s tempranos mostraban a los objetos aislados tanto de sus productores como del contexto dentro del cual habían sido creados. Al contrastar con un fondo blanco, éstos adquieren el estatus de obra de arte: ya no es importante la función utilitaria o social que desempeñaron, son valorados por sus cualidades estéticas.
La revalorización de la producción cultural indígena se llevaba a cabo como una operación apropiacionista: los artistas coleccionaban estos objetos (los descontextualizaban) para incorporarlos a sus prácticas individuales como “una forma politizada y objetualizada de [afirmar la] identidad nacional”[9] que nutría a sus producciones o engrandecía su persona pública: Roberto Montenegro curaba exposiciones de arte precolombino, Diego Rivera construía junto con Juan O’Gorman el Anahuacalli para albergar su colección y hacerla pública, y Frida Kahlo se retrataba constantemente frente a objetos prehispánicos y artesanías portando incluso vestimentas regionales (esto es, los recontextualizaban). Estos objetos existían entonces en sincronicidad temporal con la élite intelectual quienes, por asociación, parecían hacerlos partícipes de la modernidad que se vivía.
Rufino Tamayo no representa una excepción y también reunió una importante colección de arte precolombino, es probable que ésta haya servido como punto de partida para las litografías de 1967 a las que refiero aquí.[10] La serie consiste de 12 obras donde dibuja de nueva cuenta, bajo un estilo que llamaré etnográfico (trazo realista, sin profundidad y de corte documental), figuras pertenecientes a distintas culturas mesoamericanas y las interviene con acuarelas — éstas emergen de un fondo negro brumoso y son mancilladas por pinceladas gruesas y veloces en tonos brillantes de azul, magenta, rojo y naranja. Si bien estas obras descontextualizan los objetos de manera similar a los dibujos, los manchones de colores brillantes –que además cubren parcialmente a cada objeto– logran violentarlos en igual medida.
“Antes de la Revolución, las clases medias y altas mexicanas, junto con los visitantes extranjeros, habían visto el arte popular como una imputación vergonzosa del supuesto rezago de lo indígena”[11]; en el México posrevolucionario se formulaba como algo vivo y fundacional de la identidad nacional, donde se comenzaba a idealizar como una forma de patrimonio cultural intocable y cuya historia ya había sido fijada: expresiones materiales de un pasado glorioso, en este caso, a nivel artístico (bien reza el Manifiesto que la tradición indígena mexicana es la mejor de todas). Las litografías de Tamayo manifiestan un gesto rebelde e irreverente incluso que busca apropiarse de la imagen y concederle, quizás, la oportunidad de generar nuevas lecturas.
Despojados de cualquier referente, los objetos precolombinos devienen souvenirs prêt-à-porter, pequeñas materializaciones portátiles de la identidad nacional, sobrevivientes de un pasado glorificado, cuya función primordial es mostrar la conexión nostálgica que tiene el dueño (o el curador que lo selecciona o quien se retrata con ellos) con el mismo.[12] Tamayo utiliza entonces la gráfica, informada por estrategias formales de la pintura, para poner en jaque esta concepción temporal tan cercana a la establecida en los campos de la antropología y la etnografía. De manera discreta y silenciosa, protegida por su atractivo visual, el uso aparentemente apolítico de la pintura funciona como herramienta crítica pero no a nivel temático ni adoctrinante sino conceptual.
A nivel político, ¿qué tan radical era la apropiación de los objetos prehispánicos y artesanías por parte de los artistas de la época? En Time and the Other (1983),[13] el antropólogo Johannes Fabian explica que las representaciones etnográficas generan alocronicidad, es decir, dos tiempos simultáneos que configuran una sola experiencia: el tiempo físico escenifica el contacto del etnógrafo con el Otro (sea una persona o un objeto) y el tiempo cultural, donde se vive un encuentro con el pasado que esa persona u objeto representa. La práctica coleccionista y apropiacionista que menciono aquí revela entonces una desconexión absoluta por parte de la élite cultural con el presente indígena: se ignora su componente rural (no moderno) y se descarta a sus poblaciones contemporáneas como pares culturales, además de que se les niega agencia alguna en cuanto a su propia representación. Al igual que en la pintura mural, lo indígena pertenece a un pasado profundo y este uso opresivo de la temporalidad genera relaciones de poder.
Dentro de los discursos actuales sobre la producción artística, aunque la idea de que el espacio se vive y construye de forma política está completamente asimilada no ha sucedido lo mismo con la noción de tiempo. Apoyándome en aparatos teóricos recientes, lo que busco proponer aquí es que ya en una etapa de gran madurez, Tamayo, en obras como esta serie de litografías, logró abrir la pregunta sobre los usos opresivos del tiempo, cuya finalidad es establecer jerarquías culturales. Esto me llevaría entonces a sugerir que hay una cronopolítica dentro de su obra tardía: el pasado, el presente y el futuro se articulan de forma en que se abran potencialidades críticas para asumir el tiempo como una relación de orden político.[14] Los manchones de colores vibrantes de las litografías, por ejemplo, violentan la distancia temporal entre artista y espectadores con la imagen representada — la pintura desobedece, provoca disidencias, y genera quiebres epistemológicos. A pesar del carácter nacionalista del arte moderno mexicano y su glorificación del pasado previo a la conquista española, los artistas de la época no lograron crear obras y discursos libres del yugo del pensamiento colonial contra el que se rebelaban. Hoy día, es imperativo evaluar si los lenguajes artísticos actuales lo han conseguido.
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Notas
[1] Desde una postura feminista Nancy Deffebach ofrece una lectura aguda y bien informada en María Izquierdo and Frida Kahlo: challenging visions in modern Mexican art (Austin: The University of Texas Press, 2015).
[2] Tomo aquí como referencia a Nancy Deffebach, Op. cit.
[3] Como sugiere, por ejemplo, Robert Goldwater en su monografía Rufino Tamayo (Nueva York: The Quadrangle Press, 1947).
[4] “Mis influencias son, de una parte, lo que se produjo en mi país antes de la Colonia, y de otra, refiriéndome al orden técnico, he aprovechado las enseñanzas de todos los pintores más representativos de esta época.” […] “No entiendo cómo en un país como el nuestro, de tan rica tradición plástica, y no sólo en cuanto a cantidad de producción, sino en sus posibilidades de todas clases que nos ofrecen, en el arte precolombino, ilimitada variedad, algunos pretenden –siempre hablando de patriotismo– que el arte deba ser realista y quieren reducir el arte mejicano a tan pobre marco.” (Rufino Tamayo citado en Marta Traba, “Doble teoría de la pintura mejicana actual”, Prisma, no. 1, Bogotá, 1957.)
[5] Miriam Oesterrich, “The Display of the ‘Indigenous’ – Collecting and Exhibiting ‘Indigenous’ Artifacts in Mexico, 1920-1940”, Artelogie (versión digital), 12, 2018, publicado el 07/09/2018. Consultado el 17/09/2018 en http://journals.openedition.org/artelogie/2201.
[6] Algunos ejemplos son la Exposición de Arte Popular (1921) concebida por Roberto Montenegro, Dr. Atl y Jorge Enciso con motivo de los festejos del centenario de la independencia y Twenty Centuries of Mexican Art (1940), curada nuevamente por Montenegro junto con Miguel Covarrubias y Manuel Toussaint, presentada en el MoMA de Nueva York.
[7] Octavio Paz, "Tres ensayos sobre Rufino Tamayo” en Los privilegios de la vista II (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1995), pp. 281-286.
[8] Si bien el Manifiesto no hace mención alguna sobre la gráfica, ésta contaba ya con una fuerte tradición en el país y continuó floreciendo. Al igual que en el medio de la pintura, la gráfica de Tamayo no se alineó al carácter políticamente comprometido que dominaba en dicho campo. Gracias a su reproducción veloz y asequible, que la convertía en el medio idóneo de protesta y enunciación social que llegaría a audiencias más amplias y populares, la gráfica respondía a la misma orientación ideológica que la pintura, además de que lograba satisfacer las demandas por una producción colectiva. Un ejemplo de ello es el Taller de Gráfica Popular, fundado en 1937. El interés de Tamayo en la gráfica en cambio respondía a un deseo por experimentar con nuevas técnicas.
[9] Elizabeth A. Povinelli, “Settler Modernity and the Quest for an Indigenous Tradition” en Dilip Parmeshawar Gaonkar (ed.), Alternative Modernities (Durham y Londres: Duke University Press), 2010, p. 55.
[10] Figura femenina, Nayarit; Jarra en forma de Niño, Nayarit; Figura de Nayarit; Mujer hincada, Jalisco; Guerrero de Nayarit; Xipe femenino, Colima; Guerrero sentado de Colima; Figura sonriente de Veracruz; Silbato cabeza de coyote, Veracruz; Figura, cultura olmeca; Figura olmeca; Jaguar, Colima, 56 x 46 cm c/u.
[11] Miriam Osterrich, Op. cit.
[12] Esta es la lectura que hace Néstor García Canclini en Transforming Modernity. Popular Culture in Mexico (Austin:1993) y que tomo de Miriam Osterrich.
[13] Johannes Fabian, Time and the Other: How Anthropology Makes Its Object (Nueva York: Columbia University Press, 1983, 2014).
[14] La idea de cronopolítica la tomo aquí del sociólogo Hartmut Rosa.