FÁTIMA RODRIGO.
LO QUE UN DÍA FUE NO SERÁ
80 m2 Livia Benavides, Lima, 2018


La modernidad y sus artefactos culturales cargan consigo la promesa de lo nuevo, están realizados bajo el signo del futuro y, específicamente en el contexto latinoamericano, han buscado comunicar el espíritu de una nación en camino hacia el progreso. El trabajo de Fátima Rodrigo (Lima, 1987) se interesa por los momentos en los que el colapso de tal promesa se hace evidente, aún si sutil y silenciosamente, y lo que alguna vez fue nuevo deviene decrépito.

Para su primera muestra en la galería 80M2 Livia Benavides, la artista lleva a cabo un ejercicio de observación y traducción de algunos «monumentos menores» encontrados a lo largo de su vida en situaciones diversas que le han causado un impacto estético y afectivo profundo. Dentro de este contexto, el adjetivo menor no refiere a una escala discreta de los objetos que conforman su fuente de inspiración sino que revela su naturaleza residual, es decir, la carencia de importancia histórica de los mismos. De manera cercana a lo que el artista estadounidense Robert Smithson llamó «ruinas en reversa», Rodrigo hace de su foco de estudio objetos y construcciones que devienen ruina –material o ideológica– antes de ser erigidas siquiera. Lo fallido como premisa inicial se concentra en patrones decorativos de pisos en extinción, estelas conmemorativas decoloradas y escenarios olvidados que hacen patente la condición de agotamiento de la ruina moderna que tanto atrae a la artista.

Así, en esta exposición, el papel de Rodrigo como exploradora emerge paulatinamente al seguir la trama no narrativa que urde en los objetos que fabrica. En contraposición a artistas cuyas metodologías de trabajo se inspiran en grandes tradiciones modernas como la etnografía o la investigación arqueológica, el cuerpo de obra de Rodrigo se va construyendo a partir del vagabundeo –una suerte de flaneurismo femeneizado– por espacios, recuerdos y vivencias de una historia personal que no busca insertarse por medio de grietas en la Historia. El futuro y su promesa sin cumplir, síntomas de la modernidad «alternativa» de la que ha participado, se materializan entonces tomando estrategias prestadas de la cultura de masas (las novelas, la música pop y la industria latinoamericana del espectáculo) y lo popular (la artesanía, el trabajo manual) mezcladas con una cierta sentimentalidad que no manifiesta rasgo alguno de nostalgia.

Por ejemplo, Monumento fantasma (2018) es un telón bordado mediante un proceso mecánico que replica la composición geométrica de una estela conmemorativa del barrio de Barranco. Dicha estela hace eco, seguramente de manera involuntaria, de formas lapidarias como las tumbas abandonadas en panteones y el minimalismo frío de su geometría deviene por consecuencia entrañable, casi sentimental. Si en trabajos anteriores Rodrigo ha investigado cómo el futuro y su promesa de progreso han colapsado en las grandes construcciones arquitectónicas patrocinadas por el Estado, esta muestra sigue un recorrido inverso y, por ende, antimonumental –– la arquitectura se desintegra en el dibujo, en el tejido mecánico y en el tejido manual; lo solemne adquiere colores brillantes; la ruina moderna se vuelve espectáculo.

El extrañamiento es, por consecuencia, la estrategia central para poner en marcha la historia aparentemente inactiva que yace en los monumentos menores que provocan a la artista. Al decidir no documentarlos sino decantarse, contrariamente, por prácticas más cercanas a la traducción, una desmonumentalización subversiva se pone en marcha. Al centro del cuarto de proyectos se encuentra un tapete que copia con torpeza un detalle anodino de la arquitectura republicana: el patrón del piso de la casona que lo aloja. Rodrigo se acerca al imaginario de la modernidad (a la supuesta universalidad de sus formas, por ejemplo) a través de la abstracción encontrada en lo vernáculo y en lo que se ha mantenido al margen de la alta cultura. Sin exotismos ni referencias a grandes figuras de la historia del arte, su conjunto de obra se tiñe de un aire doméstico evocado igualmente por el trabajo manual.

La misma inexactitud se hace patente en el dibujo El triste (2018), un esfuerzo amateur por replicar una obra de arquitectura efímera en una imagen, sin contar con planos o algún otro documento que oriente sobre las dimensiones ni sobre la proporción de la primera. De esta forma, el trabajo de investigación de Rodrigo se centra en fuentes variopintas y populares como videos de YouTube, revistas setenteras y telenovelas de corte biográfico. Los escenarios, sin duda monumentos menores, ya no son motores de júbilo y unión (fugaz) latinoamericana sino una voz desde la cual se enuncia de manera discreta y silente cómo deviene decrépito lo que alguna vez fue nuevo y esperanzador.

Gracias a su relativa empatía temática, a la simpleza aparente de su lenguaje visual y a la afinidad con lo decorativo, Fátima Rodrigo desmonumentaliza las ruinas modernas al camuflajearlas a tal grado que parecieran desparecer; la grandilocuencia y la connotación romántica de las mismas es cancelada. No obstante, la sencillez es superficial únicamente: el encuentro con estos objetos es incómodo –sus proporciones devienen desbordantes en relación con el espacio de exhibición– y la reiteración de su carácter secundario, de prop, se cifra como un reto espectatorial. Así, ese futuro prometido que jamás llegó se disuelve lánguidamente en hilos, lentejuelas y trazos de color que aparecen en la galería como mera utilería: un tapete, un telón y un elemento de decoración. La ruina moderna y su colapso aparecen aquí con una gentileza contradictoria, cual si no sucedieran, y abren un no-lugar donde el futuro no es sino lo obsoleto, lo nuevo decrépito, en reversa. O, en palabras de José José, éstos muestran cómo lo que un día fue no será.