Ciudad de México
2016
Artista:
María Isabel Arango
LOS GESTOS MUERTOS
Interesada por las pausas, los silencios, lo invisible y las disonancias que participan en la escritura de la historia, María Isabel Arango (Medellín, 1979) ha desarrollado Los gestos muertos, proyecto de investigación visual que realiza una suerte de disección del testimonio al concentrarse en los discursos de políticos colombianos mientras abordan el tema del proceso de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) recién vivido –y, finalmente, rechazado en un plebiscito por una mínima ventaja– en el país sudamericano.
Valiéndose de recortes de periódicos y revistas, búsquedas web y explorando distintos archivos y bibliotecas, Arango constituyó una vasta colección de imágenes, en su enorme mayoría de políticos discutiendo sobre el mencionado proceso de paz. Posteriormente, éstas fueron clasificadas y catalogadas con base en el criterio de la intención denotada por la gestualidad de las manos del retratado: convencimiento, modestia, templanza, convicción, amenaza, reiteración, entre otros. El orador desaparece de la imagen una vez que la artista aísla las manos y el cuadro se cierne únicamente en éstas: conforme se enfatiza el gesto, el referente se torna ausente. Si bien la voz, el testimonio, no tiene cabida dentro del registro fotográfico, aquí, la imagen falla también en conectar al espectador con aquello que no ha podido ver con ojos propios.
Al haberse llevado el proceso de paz a puerta cerrada, la compilación visual que sirve como núcleo conceptual del proyecto replica, hasta cierto grado, la experiencia espectatorial vivida en dicho país: la discusión dominaba la esfera pública pero la única manera de tener acceso al avance –o a los retrocesos– del proceso era a través de la propia prensa o de los comunicados oficiales del gobierno ya que éste se realizó, en su totalidad, bajo una secrecía aparentemente necesaria para su curso. Por lo tanto, la población vivió este proceso en dos registros separados: el primero, a nivel visual, y el segundo, a través de la palabra escrita. He aquí el punto de partida conceptual del proyecto, el énfasis en que la escritura de la historia –política o no– sucede a partir de la disociación del discurso y los gestos, esto es, a partir de la negación de la política misma como un acto performativo, y lo que resulta de ello son, por ende, gestos muertos.
En Lines: A Brief History (2007), el antropólogo Tim Ingold desenreda cuidadosamente de qué manera, en las sociedades formadas bajo parámetros occidentales, se ha vivido un largo proceso mediante el cual la voz se disoció de la corporalidad en distintos ámbitos (teatro, música, y yo sugiero aquí la política) para ceder primacía a lo escrito como soporte principal, si no es que único, de la historia. Por consecuencia, el desmembramiento de la política como performance, como interpretación, puede leerse como un acto violento en el cual la oralidad, la gestualidad y lo escrito seguirán caminos distintos y, de los tres, únicamente sobrevivirá el último registro.
La reflexión de Ingold comienza al preguntarse sobre la presencia de la línea en casi todas las actividades humanas, esto es, cómo la gran mayoría de acciones se conforman a partir del trazado de una línea, posteriormente, se convertiría (o disciplinaría) en una línea recta. Ingold sospecha que tal “linearización” tiene origen en la escritura occidental y su carácter rectilíneo y, curiosamente, la investigación se deriva de sus estudios sobre la separación de las palabras de su vociferación; es decir, al hablar y pensar sobre el discurso nos referimos a su existencia como palabras escritas. “Hemos llegado a una noción del lenguaje como un sistema de palabras y significados que es dado con gran independencia de su actual vociferación en los sonidos del discurso. […] La búsqueda de una respuesta me ha llevado de la boca a la mano, de las declamaciones vocales a los gestos manuales, y a la relación entre estos gestos y las marcas que dejan en superficies de distintas clases.” [1]
Ingold explica que en la era moderna la música se purificó de su componente verbal y el lenguaje de su componente sonoro. Según él, tanto el compositor como el escritor se dedican a realizar marcas gráficas de una u otra clase sobre una superficie de papel, la voz es únicamente una interpretación de lo escrito: las palabras, así como su significado, no yacen en ésta. ¿Qué sucede entonces con el timbre, el tono y el ritmo? En la notación musical, éstos han sobrevivido como indicaciones trazadas en pequeños símbolos, convirtiéndose entonces en meros adornos de la voz. ¿Y con los tartamudeos, vacilaciones, repeticiones y silencios dentro de los discursos políticos? Una vez que la voz queda fuera del terreno de la oratoria, sus inflexiones permanecerán fuera por siempre —la intencionalidad revelada en la interpretación de las palabras queda relegada de la historia. La violencia contenida no sólo en el discurso en papel sino en la representación de éste desaparece junto con los elementos efímeros de la voz y la gestualidad: a los gestos muertos se les suma una escritura que no habla.
Es a través del énfasis puesto en la desaparición de la voz que Los gestos muertos no es un proyecto que se ocupe por intentar restituir o descubrir la intencionalidad con la que uno o varios discursos fueron dados sino que se sitúa en una posición que asume, plenamente, una crisis en la representación. En “La imagen intolerable” Jacques Rancière argumenta que “la representación no es el acto de producir una forma visible, sino el acto de ofrecer un equivalente —algo que el discurso hace tanto como la fotografía. La imagen no es el duplicado de una cosa. Es un juego complejo de relaciones entre lo visible y el discurso, lo dicho y lo no dicho.” [2] Son esas tensiones las que impulsan al proyecto de Arango, conformando una serie de registros que evidencian lo que se ve y no se ve en dicho proceso. Por ejemplo, ¿qué evidencia u oculta la imagen de un puño golpeando una mesa?
El aislamiento de las manos gesticulantes de los oradores genera un extrañamiento de tipo brechtiano, su aparición fuera de contexto, así como la ejecución improvisada de una absurda coreografía provocada por la navegación entre más de 350 imágenes, abre un espacio de interrogación sobre las formas en que se transmite la historia en las sociedades formadas bajo un modelo occidental, esto es, en sistemas sociales donde la escritura ha devenido el medio privilegiado para la transmisión de la memoria. El extrañamiento es reforzado por la aparición repentina de manos que, al parecer, habitan dentro de otros contextos sin relación con la toma de decisiones en representación –y afectando igualmente– a un pueblo: las manos de una mujer mientras rompen un huevo, las manos de un hombre cuyos dedos y uñas están impregnados de tierra, otro par de manos esposadas, y unas más en mármol asemejando una postura de plegaria, entre otras, también forman parte de la selección realizada por Arango. A pesar de que los rostros quedan fuera de cuadro, Los gestos muertos surge inspirado en el contexto colombiano pero tiene igualmente un carácter más abstracto que bien podría aplicarse a muchas otras geografías donde la inequidad impera. ¿En manos de quién, literalmente, está el poder de hacer política? La repetición consistente de manos nos brinda algunas pistas relacionadas al género, raza y clase económica de tales individuos.
Un dedo apunta, otro señala, una mano se retuerce, otras dos se estrechan con firmeza: como menciona Ingold, los gestos dejan marcas en superficies de distintas clases. Esto es, no dejan únicamente inscripciones físicas sino que su manejo busca imprimirse en la psique de sus espectadores. Es interesante que la gestualidad, siendo un elemento con un impacto tan profundo, no logre sobrevivir al paso del tiempo.
El archivo de imágenes del que parte Los gestos muertos se construye como una constelación donde, a decir de Walter Benjamin, pasado y presente se fusionan para generar sentido. Las manos no son un testimonio sino un cuestionamiento simultáneamente mudo y ruidoso sobre las formas bajo las cuales se construye la historia. ¿Puede entonces lo corporeizado considerarse historia, conocimiento? Asimismo, la compilación plantea un viaje a través del proceso de paz al emprender una jornada rizomática de un (an)archivo que no contiene sino pausas, silencios y espacios vacíos.
Para la segunda iteración del proyecto, el ejercicio expositivo en Squash, Arango decidió partir del archivo de imágenes y generar una coreografía en colaboración con la coreógrafa Andrea Chirinos. La cancha de squash donde sucede el performance sirve como el escenario perfecto para enfatizar la idea de la política como un juego en el cual las reglas sirven como variables. En manos de los performers, la vacuidad de los gestos se hace evidente: los movimientos se repiten incesantemente, se aceleran y ralentizan, se convierten en un signo sin significante. La falla de transmisión tanto de los gestos como de la voz es reforzada por los micrófonos que son, en realidad, esculturas hechas de materiales domésticos. Los pedestales están realizados con tuberías de agua y los micrófonos con utensilios incapaces de transmitir la voz: cepillos para cabello, escobillas, fibras para fregar los trastes y zacates para la limpieza doméstica. Si el archivo de imágenes remite a la política como una práctica realizada de manera predominante por hombres, las esculturas –un gracioso ejercicio de bricolage y ensamblaje– remiten por el contrario a una práctica predominantemente femenina: la labor doméstica. El conjunto de todos los elementos –el archivo de las imágenes manos, la coreografía y las esculturas– enfatiza un sinnúmero de fracturas. Si el archivo generó en principio gestos muertos, su puesta en escena apunta también a la voz in absentia.
Bajo este tenor de una historia en negativo es que entiendo la recolección obsesiva por parte de la artista de imágenes que proliferaron en la prensa. A decir de Hito Steyerl, “[p]ensar que las cámaras son herramientas de representación supone en verdad un malentendido: son, en el presente, herramientas de desaparición. Cuanto más se representa a la gente, menos queda de ella en realidad.” [3] Ciertamente, el testimonio y lo documental se encuentran en crisis. María Isabel Arango no intenta restituir una cierta fe perdida en estas prácticas sino apuntar a uno de los muchos procesos que hacen aún a la transmisión de la memoria histórica un proceso no solamente truncado sino, también, violento.
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Notas[1] Tim Ingold, Lines: A Brief History (Londres: Routledge, 2007), pp. 1-2.
[2] Jacques Rancière, “L’image intolerable” en Le spectateur emancipé (París: La fabrique éditions, 2008), p. 103.
[3] Hito Steyerl, Los condenados de la pantalla (Buenos Aires: La Caja Negra, 2014), p. 176.