Los gestos muertos: una escritura que no habla

Publicado en el libro de artista “Los gestos muertos” de María Isabel Arango
Alcadía de Medellín, 2016


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                                                                                              Language is present when someone speaks, otherwise it is
                                                                                              dead words neatly arranged in a dictionary. These poems 
                                                                                              uttered by no one, which seem like bouquets of flowers or 
                                                                                              arrangements of jewels selected for their harmonizing colors, 
                                                                                              are in fact pure silence.
                                                                                                          Jean-Paul Sartre, Mallarmé or the Poet of Nothingness




Dentro del campo de las artes visuales mucho se ha discutido sobre la potencialidad o las limitaciones de las imágenes para transmitir la memoria histórica, en especial, en relación con eventos de naturaleza traumática derivados de la pléyade de escenarios marcados por violencia política acaecidos a finales del siglo XX. En voz de artistas, cineastas, filósofos e historiadores de arte –entre otros– ha surgido una larga discusión en la que se privilegia uno u otro canal para que éste pueda rendir testimonio; en este tenor destaca la confrontación que se ha desarrollado entre la voz y la imagen. 

    Una breve digresión puede servir para ilustrar esta disputa teórica: en 1985 el cineasta francés Claude Lanzmann completó la película Shoah, proyecto cinematográfico que tomó once años en realizarse y que se construye a partir de testimonios provenientes de las distintas partes –prisioneros, habitantes de los pueblos donde se establecieron los campos de concentración, guardias– relacionadas directamente con el exterminio judío en Polonia. Shoah se inscribe dentro de un contexto en el que la falta de imágenes fotográficas del holocausto judío abrió la puerta a argumentos que negaban la existencia del mismo, esto es, con base en la falta de pruebas visuales postulaban como imaginario uno de los episodios más crueles dentro de la historia reciente. Más de una década después, Lanzmann lanzó Sobibór, 14 Octobre 1943, 16 heures (2001), donde únicamente se presenta un testimonio, el de Yehuda Lerner, filmado en 1979 a la par de los otros testimonios que conformarían Shoah. Para ambos filmes, Lanzmann decidió no hacer uso de imágenes que pudieran servir o sugerir un reenactment de los eventos narrados; si el registro visual escindió este obscuro período, es el testimonio –la voz– el vaso comunicante que, a su parecer, nos concede acceso al pasado y lo hace presente. 

    La oposición más clara a la postura de Lanzmann se encuentra quizá en “La imagen intolerable”, ensayo en el que el filósofo Jacques Rancière niega categóricamente que el testimonio escape al campo de la visualidad. Rancière argumenta que éste es simplemente otra forma de representación, atrapado por igual en el proceso de construcción de imágenes. Sin forjar alianzas con ninguna de las partes, en Los gestos muertos María Isabel Arango (Medellín, 1979) realiza una suerte de disección del testimonio al concentrarse en los discursos de políticos colombianos mientras abordan el tema del proceso de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) recién vivido –y, finalmente, rechazado en un plebiscito por una mínima ventaja– en el país sudamericano.

    Valiéndose de recortes de periódicos y revistas, búsquedas web y explorando distintos archivos y bibliotecas, Arango constituyó una vasta colección de imágenes, en su enorme mayoría de políticos discutiendo sobre el mencionado proceso de paz. Posteriormente, éstas fueron clasificadas y catalogadas con base en el criterio de la intención denotada por la gestualidad de las manos del retratado: convencimiento, modestia, templanza, convicción, amenaza, reiteración, entre otros. El orador desaparece de la imagen una vez que la artista aísla las manos y el cuadro se cierne únicamente en éstas: conforme se enfatiza el gesto, el referente se torna ausente. Si bien la voz, el testimonio, no tiene cabida dentro del registro fotográfico, aquí, la imagen falla también en conectar al espectador con aquello que no ha podido ver con ojos propios.

                

Al haberse llevado el proceso de paz a cabo a puerta cerrada, esta compilación visual replica, hasta cierto grado, la experiencia espectatorial vivida en dicho país: la discusión dominaba la esfera pública pero la única manera de tener acceso al avance –o a los retrocesos– del proceso era a través de la propia prensa o de los comunicados oficiales del gobierno ya que éste se realizó, en su totalidad, bajo una secrecía aparentemente necesaria para su curso. Por lo tanto, la población vivió este proceso en dos registros separados: el primero, a nivel visual, y el segundo, a través de la palabra escrita. He aquí el punto de partida conceptual del proyecto, el énfasis en que la escritura de la historia –política o no– sucede a partir de la disociación del discurso y los gestos, esto es, a partir de la negación de la política misma como un acto performativo, y lo que resulta de ello son, por ende, gestos muertos.

No obstante, la disociación que menciono de la política como un acto performativo es aún más profunda de lo que pudiera parecer a primera vista. En Lines: A Brief History (2007), el antropólogo Tim Ingold desenreda cuidadosamente de qué manera, en las sociedades formadas bajo parámetros occidentales, se ha vivido un largo proceso mediante el cual la voz se disoció de la corporalidad en distintos ámbitos (teatro, música, y yo sugiero aquí la política) para ceder primacía a lo escrito como soporte principal, si no es que único, de la historia. Por consecuencia, el desmembramiento de la política como performance, como intepretación, puede leerse como un acto violento en el cual la oralidad, la gestualidad y lo escrito seguirán caminos distintos y, de los tres, únicamente sobrevivirá el último registro. 

La reflexión de Ingold comienza al preguntarse sobre la presencia de la línea en casi todas las actividades humanas, esto es, cómo la gran mayoría de acciones se conforman a partir del trazado de una línea la cual, posteriormente, se convertiría (o disciplinaría) en una línea recta. Ingold sospecha que tal “linearización” tiene origen en la escritura occidental y su carácter rectilíneo y, curiosamente, la investigación se deriva de sus estudios sobre la separación de las palabras de su vociferación; es decir, al hablar y pensar sobre el discurso nos referimos a su existencia como palabras escritas. “Hemos llegado a una noción del lenguaje como un sistema de palabras y significados que es dado con gran independencia de su actual vociferación en los sonidos del discurso. […] La búsqueda de una respuesta me ha llevado de la boca a la mano, de las declamaciones vocales a los gestos manuales, y a la relación entre estos gestos y las marcas que dejan en superficies de distintas clases.” [1]

    Ingold explica que en la era moderna la música se purificó de su componente verbal y el lenguaje de su componente sonoro. Según él, tanto el compositor como el escritor se  dedican a realizar marcas gráficas de una u otra clase sobre una superficie de papel, la voz es únicamente una interpretación de lo escrito: las palabras, así como su significado, no yacen en ésta. ¿Qué sucede entonces con el timbre, el tono y el ritmo? En la notación musical, éstos han sobrevivido como indicaciones trazadas en pequeños símbolos, convirtiéndose entonces en meros adornos de la voz. ¿Y con los tartamudeos, vacilaciones, repeticiones y silencios dentro de los discursos políticos? Una vez que la voz queda fuera del terreno de la oratoria, sus inflexiones permanecerán fuera por siempre—la intencionalidad revelada en la interpretación de las palabras queda relegada de la historia. La violencia contenida no sólo en el discurso en papel sino en la representación de éste desaparece junto con los elementos efímeros de la voz y la gestualidad: a los gestos muertos se les suma una escritura que no habla.

    Es a través del énfasis puesto en la desaparición de la voz que Los gestos muertos no es un proyecto que se ocupe por intentar restituir o descubrir la intencionalidad con la que uno o varios discursos fueron dados sino que se sitúa en una posición que asume, plenamente, una crisis en la representación. Regresando al terreno de las artes visuales, dentro de la literatura sobre el testimonio y la transmisión de la memoria histórica hay una cierta creencia permeando buena parte de ella en que el testimonio proviene de “un sentido de urgencia, propiciado generalmente por situaciones de crisis o cambio” y que favorece por lo tanto “la inmediatez y la calidez (o lo emotivo) sobre la distancia y la frialdad comparativa del documento.” [2]

La expansión de argumentos similares ha dado pie a privilegiar medios como el video, cuyo evidente componente temporal, se piensa que puede tanto dar acceso al pasado como cuestionar las formas en que éste se hace visible. Es de nueva cuenta Rancière en “La imagen intolerable” quien argumenta que “la representación no es el acto de producir una forma visible, sino el acto de ofrecer un equivalente—algo que el discurso lo hace tanto como la fotografía. La imagen no es el duplicado de una cosa. Es una serie compleja de relaciones entre lo visible y el discurso, lo dicho y lo no dicho.” [3] Son esas tensiones las que impulsan al proyecto de Arango, conformando una serie de registros que evidencian lo que lo que se ve y no se ve en dicho proceso. Por ejemplo, ¿qué evidencia u oculta la imagen de un puño golpeando una mesa? 

       

El aislamiento de las manos gesticulantes de los oradores genera un extrañamiento de tipo brechtiano, su aparición fuera de contexto, así como la ejecución improvisada de una absurda coreografía provocada por la navegación entre más de 350 imágenes, abre un espacio de interrogación sobre las formas en que se transmite la historia en las sociedades formadas bajo un modelo occidental, esto es, como mencionaba anteriormente, en sistemas sociales donde la escritura ha devenido el medio privilegiado para la transmisión de la memoria. El extrañamiento es reforzado por la aparición repentina de manos que, al parecer, habitan dentro de otros contextos sin relación con la toma de decisiones en representación –y afectando igualmente– a un pueblo: las manos de una mujer mientras rompen un huevo, las manos de un hombre cuyos dedos y uñas están impregnados de tierra, otro par de manos esposadas, y unas más en mármol asemejando una postura de plegaria, entre otras, también forman parte de la selección realizada por Arango. A pesar de que los rostros quedan fuera de cuadro, Los gestos muertos surge inspirado en el contexto colombiano pero tiene igualmente un carácter más abstracto que bien podría aplicarse a muchos otras geografías donde la inequidad impera. ¿En manos de quién, literalmente, está el poder de hacer política? La repetición consistente de manos nos brinda algunas pistas relacionadas al género, raza y clase económica de tales individuos.

    Un dedo apunta, otro señala, una mano se retuerce, otras dos se estrechan con firmeza: como menciona Ingold, los gestos dejan marcas en superficies de distintas clases. Esto es, no dejan únicamente inscripciones físicas sino que su manejo busca imprimirse en la psique de sus espectadores. Es interesante que la gestualidad, siendo un elemento con un impacto tan profundo, no logre sobrevivir al paso del tiempo. He aquí otra de las fracturas provocadas por Arango: el formato elegido para la primera iteración pública del proyecto no es gratuita y éste se materializa bajo el formato de libro, medio utilizado por excelencia para almacenar y transmitir conocimiento. ¿Puede entonces lo corporeizado considerarse conocimiento?

    Gracias a este formato y a la inclusión de imágenes diversas, ancladas en el proceso de paz colombiano, pero también a algunas otras que se fugan incluso hasta la antigua Roma, Los gestos muertos se construye como una constelación donde, a decir de Walter Benjamin, pasado y presente se fusionan para generar sentido. Las manos no son un testimonio sino un cuestionamiento simultáneamente mudo y ruidoso sobre las formas bajo las cuales se construye la historia. Asimismo, Los gestos muertos plantea un viaje a través del proceso de paz (las imágenes son identificadas con la fecha en que fueron coleccionadas) pero también como una jornada rizomática de un archivo que no contiene sino pausas, silencios y espacios vacíos.

    Bajo este tenor de una historia en negativo es que entiendo la recolección obsesiva por parte de la artista de imágenes que proliferaron en la prensa. A decir de Hito Steyerl, “[p]ensar que las cámaras son herramientas de representación supone en verdad un malentendido: son, en el presente, herramientas de desaparición. Cuanto más se representa a la gente, menos queda de ella en realidad.” [4] Ciertamente, el testimonio y lo documental se encuentran en crisis. María Isabel Arango no intenta restituir una cierta fe perdida en estas prácticas sino apuntar a uno de los muchos procesos que hacen aún a la transmisión de la memoria histórica un proceso no solamente fallido sino, también, violento.




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Notas

[1] Tim Ingold, Lines: A Brief History (Londres: Routledge, 2007), pp. 1-2.
[2] Jean-François Chevrier, ‘Documentary, document, testimony...’ en Frits Gierstberg (ed.), Documentary Now! Contemporary Strategies in Photography, Film and the Visual Arts (Rotterdam: NAi Publishers, 2005), p. 55. Mi traducción.
[3] Jacques Rancière, ‘The Intolerable Image’ en The Emancipated Spectator (Londres: Verso, 2011), p. 93. Mi traducción.
[4] Hito Steyerl, Los condenados de la pantalla (Buenos Aires: La Caja Negra, 2014), p. 176.