SAMUEL LASSO:
UN CHUCHILLO QUE ACARICIA LA MIRADA
LUOGO galería, Rafaela, Argentina, 2025Cada agujero de una bala es un portal a lo inmortal.
– Frederik Seidel, “Estambul”
– Frederik Seidel, “Estambul”
La niebla en las montañas de Nariño es densa. En sus zonas más altas, el espacio se torna en un bosque de nubes planas interrumpidas, con una cadencia rítmica, por picos y manchones verdes. El manto conformado por las minúsculas gotas suspendidas en la atmósfera reduce dramáticamente la visibilidad y, debajo, escondida bajo su velo, se encuentra una vegetación espesa en la que las raíces entrelazadas de los árboles de arrayán forman puentes sobre los ríos. Las cuevas conducen a las entrañas desconocidas de la tierra y las cascadas fungen como telones que cubren el paso hacia un más allá. Este sitio húmedo parecería favorecer los encuentros con lo sobrenatural; en él se han reportado apariciones de vírgenes y diablos, pero más recientemente los cuerpos de agua se han transformado en fantasmas: aparecen –y desaparecen– con la misma velocidad del parpadeo de los ojos.
En la obra de Samuel Lasso, Nariño se dibuja como un umbral, aquella línea que traza el límite entre dimensiones distintas: de lo físico a lo mental, de lo consciente a lo inconsciente, de lo profano a lo sagrado, de un tiempo a otro. La estricta escala de grises que resulta de sus materiales elegidos –papel, grafito, carboncillo, hierro y plástico– revela, progresivamente, un ambiente espectral. Si varios de sus dibujos representan escenas que inicialmente parecerían ser citas directas de los fotograbados que ilustraban los recuentos de viaje de los exploradores europeos del siglo xviii como América equinoccial. Colombia - Ecuador - Perú (L’Amérique équinoxiale. Colombie - Equateur - Perou, 1869) de Edouard André o Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente (Voyages dans l’Amérique équinoxiale, 1826) de Alexander von Humboldt, entre tantos otros, algunos más bosquejan formas mutadas y extrañas, se delatan como víctimas de una mirada deformada.
Iluminada por el sol en su ocaso, la superficie apacible de un río se concentra en patrones ondulantes hasta que su caudal delinea, con nitidez, una culebra. Los saltos de agua se confunden con fuegos fatuos que empañan a la imagen con destellos de otro mundo y la redondez contundente de las semillas y alcantarillas adquiere el peso de una bala: un proyectil esférico de plomo o hierro que también puede ayudar a cruzar hacia un más allá. Si un umbral ejecuta una comunicación metafísica, es decir, si conduce hacia otro lado, ¿qué sucede cuando el destino se ha perdido? ¿Cuando ya no hay hacia dónde ir? ¿Cuando el portal puede herirnos con sus bordes fríos y filosos?
En la Inglaterra del siglo XIX, los avances científicos que llevaron a la implementación de la red eléctrica se volcaron en contra de la ciencia misma y actuaron en favor de su antiquísima rival, la magia. Impulsadas por las creencias espiritistas de la época, muchas personas tenían la certeza de que el cableado eléctrico era el vehículo que les posibilitaría comunicarse, finalmente, con quienes habían transicionado ya hacia el ámbito de la muerte. Las señales eléctricas que viajaban por estos canales transportarían no sólo mensajes sino a las propias almas, quienes serían invocadas en las famosas seánces. Su cometido era comunicarse con ellas para descifrar, conjuntamente, el camino hacia la inmortalidad. Así, la vida eterna sería el logro último de uno de los más grandes anhelos de Occidente: diferenciarse de las otras formas de vida de la Tierra.
Actualmente, en un planeta irreversiblemente dañado por la explotación industrial de sus múltiples elementos y especies, ¿hacía dónde conducirán los umbrales? ¿Qué sucede cuando éstos ya no ofrecen un destino? Hay quienes lo buscan, como último y desesperado recurso, en las cosmogonías indígenas: un intento por escapar de la relación desapegada y extra-terrestre con el mundo que se ha perpetrado a partir del divorcio naturaleza/cultura, de comprender todo aquello que nos rodea desde un punto de vista extranjero. El paisaje –una forma estética conceptualizada a partir de la perspectiva, los principios del descentramiento cosmológico de la revolución copernicana y el dualismo de Descartes– es uno de los principales herederos y perpetradores de esta tradición de pensamiento.
En lugar de buscar un pasaje hacia otra dimensión, la investigadora Teresa Castro propone aterrizar: “(re)encontrar el suelo, el contexto sensible y otros materiales, otros ritmos, otras lógicas, vidas e intenciones que hemos considerado como el mero marco geográfico inerte e impasible de la historia humana”. Aterrizar en ese planeta dañado conllevaría igualmente socavar una forma visual específica (perforándola o tensándola quizás) cuya intención ha sido darle a un sujeto la capacidad de abstraerse del universo que lo rodea y reconocerlo como un ente separado de él. Las imágenes juegan un papel discreto pero importante en esta tarea en la que aterrizar significa repensar el paisaje. ¿Y si éste fuera producto de una mirada amenazada por el punzante borde de una cuchilla?
El ambiente brumoso de Nariño reaparece, mutado, en la penumbra de la sala. Una opacidad producida, deliberada. Ésta es una puesta en escena donde habitan distintos espectros, entre ellos, los ríos fantasma y las cascadas furtivas cuyos caudales golpean con voracidad la superficie de concreto de una autopista. Aunque lo fantasmal se representa como algo atmosférico, en realidad trata también sobre la pérdida de toda ilusión y destino; de un sitio o tiempo redentor (o esperanzador al menos). “La desaparición del futuro”, escribía el teórico cultural Mark Fisher en 2012, “significaba el deterioro de un modo entero de imaginación [social]: la capacidad de construir un mundo radicalmente distinto de aquel en que vivimos actualmente”. Más de una década después, ¿dónde pueden encontrarse intentos por construir ese mundo otro y no por salir de él?
Debajo de los bloques lumínicos se erige una posibilidad última, un portal que parecería un espejismo. Su verticalidad prominente, exagerada incluso, evoca al monolito de la Odisea 2001 de Stanley Kubrick (“The thing’s hollow—it goes on forever—and—oh my God!—it’s full of stars!”, exclama uno de los personajes en el libro en que se inspira la película al observar un pesado monolito negro que aparece, misteriosamente, dentro de su habitación neoclásica, estilo Luis XVI, con piso iluminado).
El salto de agua que apareció, de la noche a la mañana en Nariño, condujo a un puerto metafísicamente decepcionante: la vía Panamericana. La pérdida del destino –la erosión del futuro– se ha manifestado como un bucle: estamos condenadas a un planeta en el cual hemos anulado la posibilidad –y la esperanza– de un más allá. ¿Hacia dónde podría conducirnos un umbral desprovisto de futuro?