TrasLucía (Haus)
Texto escrito como acompañamiento curatorial al proyecto del mismo título de Daniela Bojórquez Vértiz, 2021
En consonancia con el lema “lo personal es político”, dentro del arte feminista de los setentas y ochentas del siglo pasado, la casa se convirtió en el locus central de la producción artística. En vez de abordarla como una mera estructura física, un buen número de artistas cifraron sobre ella una exploración como el sitio donde convergen el lugar, la identidad, el poder y la disparidad entre géneros. En ese momento artístico e histórico, la casa emergió como un espacio lleno de tensiones y antagonismos que se convertiría en el escenario idóneo para abrir discusiones sobre el trabajo reproductivo, reelaborar nociones sobre lo doméstico y, además, comenzar a saldar una deuda histórica con relatos y actividades “menores” cuya representación, en vez de idealización, era casi nula hasta entonces. Ya sea Martha Rosler repasando un abecedario ilustrado con utensilios de cocina en Semiotics of the Kitchen (1974), la meticulosa documentación de corte conceptual que realizara Mary Kelly en los años posteriores al alumbramiento de su hijo en Post-Partum Document (1973-1979) o el sinfín de actividades ejecutadas por las mujeres en un hogar que Ana Victoria Jiménez plasmó en un orden serial y con carácter periodístico en Cuaderno de tareas (1978-1981), las posturas feministas de la época enfatizaron que, al igual que una poética, hay una política de la casa. Así, sus obras mostraban la complejidad de este espacio atravesado por relaciones sociales y políticas de control y opresión.
La instalación fotográfica TrasLucía (Haus), realizada por Daniela Bojórquez Vértiz en 2021, retoma el interés feminista por una reconceptualización de la casa, así como de las interacciones que suceden en su interior, extendiendo además las reflexiones sobre este sitio en disputa hasta llevarlo a un cruce con el sistema artístico actual. Esto es, la artista busca probar los límites de los esquemas vigentes de consumo de arte en los que, siguiendo un modelo patriarcal fundado sobre principios de autoridad, una obra adquiere relevancia, en buena medida, por el lugar donde es exhibida; otros aspectos como su vigor y rigor formal, material o intelectual parecerían secundarios. ¿Qué sucede entonces si una obra es concebida, creada y exhibida dentro de una misma casa-habitación? ¿Qué significa producir desde la casa? ¿Qué valor e importancia le conferimos a una obra cuya vida ha sucedido enteramente dentro de ésta? Como proyecto de autogestión, la intención de TrasLucía (Haus) es abordar tales interrogantes mediante un sistema circular donde la casa fungió como la materia, la herramienta de creación, el sujeto fotográfico, el sitio de producción y el espacio de exhibición y socialización.
La instalación consiste en una serie de tomas que Bojórquez Vértiz realizó del espacio donde habita y trabaja, las cuales dispuso posteriormente en el mismo. Capturadas de noche, las fotografías se valían de la forma en que la propia arquitectura de la casa-estudio permite atrapar y rebotar dentro de sí la luz proveniente del exterior, es decir, de las calles de la ciudad. Por la ventana-mirilla se filtraba el fulgor de fuentes lumínicas artificiales (haces pasajeros generados por los faros de automóviles en tránsito, las luces estroboscópicas de sirenas policiales o ambulancias, así como los postes de alumbrado público con su intensidad de variación impredecible) y también fuentes naturales como el claro de luna, cuyo resplandor varía según distintos factores, algunos de ellos predecibles como la fase del ciclo en la que se encuentre el astro ese día, y otros más que se revelan sobre la marcha: la nubosidad del cielo, la neblina, el espeso esmog citadino. Abriéndose paso entre los árboles de la calle, estas fuentes de emisión proyectaban sombras y destellos al interior de la casa-estudio, que fue utilizada como una camera obscura. Esto es, la propia construcción arquitectónica participó materialmente en la creación de la obra y quedó, simultáneamente, plasmada en su superficie una vez que Bojórquez Vértiz fotografiara este espectáculo refulgente.
En la proyección del paisaje citadino sobre las paredes se cuelan otros elementos más, algunos colocados allí de forma deliberada y otros “fantasmas” que emergen entre las sombras. El primero de los elementos deliberados es la sombra vibrante de un triángulo y una línea recta debajo de él. Este motivo geométrico, en disonancia con el carácter orgánico de las ramas y pequeñas hojas de los árboles, es en realidad la invocación de una obra de la fotógrafa checa Lucia Schulz, mejor conocida por su nombre “de casada”, Lucia Moholy. Bojórquez Vértiz buscó recuperar el distintivo estilo visual de las fotografías producidas por Schulz a inicios de la década de 1920 como “ejercicios”: objetos traslúcidos que crean composiciones o balances geométricos sostenidos con hilos metálicos casi invisibles frente a un fondo blanco y negro (en este caso, el triángulo y la línea recta son una cita directa a Fotografía de un estudio en equilibrio, 1923-1924, realizada en colaboración con Johannes Zabel), resaltando el impacto espacial de la composición.
Más allá de una mera cita o referencia dentro de la historia de la fotografía moderna, TrasLucía (Haus) demuestra también el interés de la artista por dialogar de forma más amplia con la obra de la propia Lucia Schulz, principalmente con los “ejercicios fotográficos” en casa que realizó junto con Lászlo Moholy-Nagy, quien fuera su marido de 1921 a 1929. En ellos, la pareja jugaba con los reflejos que ocurren en el espacio de la casa cuando hay luz directa, y buscaron por lo tanto utilizar a la misma como una especie de segunda cámara. Así, propondrían más adelante, este sitio podría convertirse en “una máquina de producción de imágenes”.
Bojórquez Vértiz decidió imprimir las imágenes resultantes de esta camera obscura en blanco y negro, recurriendo a un formato comercial, plotter, que permite impresiones de mediano formato. Utilizando una escala 1:1, las fotografías replicaban el tamaño real de lo retratado. Posteriormente, siguiendo las molduras del espacio como guía, las impresiones fueron pegadas sobre el sitio mismo que plasmaron. Su colocación no es exacta, las molduras adquieren otros ángulos y las impresiones se pliegan una sobre de otra, creando un patrón irregular que, aunque continúa la línea recta de las esquinas que se forman por la convergencia entre techo y paredes, desfasa al espacio, en ocasiones rotándolo ligeramente y, en otras, desplazando los motivos arquitectónicos unos centímetros más allá de su sitio original. Como resultado, la casa-estudio se expone sepultada por su propia imagen, en un acto autoiconoclasta donde esa fracción del espacio aparece igual pero alterada. De este diálogo arquitectónico surge una superposición de imágenes que la artista califica como “translucidez”: las imágenes crean capas que revelan los sitios que esconden.
Relatos traslúcidos
Translucidez, traslucidez, la lucidez, tal lucidez, tras-lu-cía. Detrás de Daniela se entrevé Lucía y, al emerger Lucía, se revela Daniela, en un juego de espejos similar al de una camera lucida, un mecanismo óptico en el que, quien coloca el ojo detrás de la mirilla, observa reflejados simultáneamente dos sujetos o superficies. Y aunque, por definición, en una imagen traslúcida también es posible ver dos cuerpos/sujetos a la vez, ya que el primero permite el paso de la luz, éste impide ver con nitidez al segundo cuerpo, posicionado detrás. El resultado es una imagen donde ambos sujetos se contaminan entre sí.
Ello me conduce al segundo elemento deliberado que se cuela entre la orquesta lumínica en la casa-estudio: una mano que bloquea la luz de los faros y demás fuentes externas; su sombra aparece repetidamente entre las molduras y las ramas de los árboles, irrumpe en el espacio que aclaran las luces. Estirada y firme, su contorno nítido muestra una presencia humana dentro de este paisaje, afirmando que las imágenes que vemos a su alrededor no son maquínicas sino la materialización visual de una subjetividad, el resultado concreto, sistemático y planeado de un oficio en acción.
Dentro de sus intereses, en cercanía con la obra y pensamiento de artistas como Hito Steyerl o Trevor Paglen, Bojórquez Vértiz ha manifiestado su preocupación por la predominancia y proliferación actual de imágenes producidas por máquinas-ojos dedicadas a vigilar, monitorear y controlar; imágenes que probablemente jamás serán vistas por ojos humanos. Ya sea instaladas dentro de una computadora, una tableta o un teléfono; colocadas en lo alto de semáforos y postes de luz; registrando los trayectos realizados a lo largo de un pasillo; o dispuestas incluso dentro de hogares y oficinas, estas cámaras han exacerbado el poder normativo de la fotografía y de las imágenes en movimiento. ¿Podría esto generar un borramiento de quienes ejercen la práctica fotográfica? Con esta pregunta emerge el fantasma de Lucia Schulz, quien fuera víctima de una especie de borramiento, aunque de índole distinta. Para ello, es necesario narrar una parte de su historia, la cual ha dejado una fuerte impronta en las reflexiones que dieron origen a esta instalación fotográfica.
Lucía
“A excepción mía, todos han usado, y han admitido haber usado mis fotografías […] y a menudo sin mencionar mi nombre. Todos, salvo yo, se han beneficiado del uso de mis fotografías, sea directa o indirectamente y de muchas maneras, recibiendo efectivo o prestigio, o incluso ambos”, escribió Lucía Schulz en 1956 en una declaración de hechos que redactó para exigir legalmente la devolución de su archivo de la Bauhaus: 560 placas de vidrio que contienen las imágenes que tomó como fotógrafa in-house (aunque no contratada). Al estar casada con uno de los profesores de la hoy afamada escuela, Schulz vivió de 1923 a 1928 en las instalaciones de la escuela, tanto en la sede original de Weimar como en su locación posterior en Dessau.
En 1933, habiéndose mudado a Berlín y ya divorciada de Lászlo Moholy-Nagy, Schulz se vio forzada a huir de Alemania a raíz de la expansión del nazismo. Partió de improvisto: además de frecuentar círculos socialistas, de haber sido informante encubierta de una colonia marxista y mantener lazos de amistad con miembros del Partido Comunista, Schulz era una mujer judía. Ante el riesgo inminente que corría, dejó casi todas sus pertenencias detrás, entre ellas, los negativos de vidrio del período en que vivió en la Bauhaus, los cuales encargó a Lászlo Moholy-Nagy. Dado que él mismo partió de Alemania al poco tiempo, dejó los negativos bajo el resguardo de Walter Gropius, antiguo director del centro educativo, quien tuvo la posibilidad de llevárselos consigo a Estados Unidos, igualmente, al emigrar. Al cabo de unos años, Gropius comenzó a utilizar las placas para ilustrar la historia y el legado de la Bauhaus. A paso veloz, las imágenes fueron emergiendo en revistas, catálogos e incluso exposiciones que catapultaron la fama de la escuela y consolidaron la identidad visual bajo la que es reconocida actualmente. Aunado a ello, éstas se convirtieron en un referente obligado de la fotografía objetiva de la década de 1920, pero el crédito de Schulz se omitió sin excepción alguna.
En las fotografías en cuestión, Schulz documentó los edificios de la escuela, las casas de los maestros y los productos realizados en los talleres que formaban parte de la currícula experimental de la Bauhaus. Sus composiciones meticulosas retratan edificios, mobiliario y utensilios domésticos en encuadres limpios y directos, volviendo tangible la ideología escolar que buscaba purgar al arte y al diseño de cualquier ornamento. Las fotografías de los edificios enfocan con precisión las líneas arquitectónicas y realzan su carácter rectilíneo o, en ocasiones, enfatizan la dinámica visual de las diagonales gracias a la perspectiva. La luz es utilizada para remarcar los ángulos; los blancos, negros y grises brindan mayor definición. En resumen, las imágenes comunican la información básica sobre los edificios mientras acentúan sus innovaciones arquitectónicas.
En cuanto a los objetos de diseño, Schulz fotografió lámparas, sillas, recipientes de cocina, vasos, juegos de café y té, infusores y una pléyade de objetos sobre superficies brillantes y reflejantes, iluminadas de tal forma que evitaban generar reflejos de más; los colocaba a menudo sobre placas de vidrio y frente a un fondo neutro. Estas imágenes, menciona la historiadora de arte Robin Schuldenfrei, son didácticas: visualizan principios como la serialidad y la particularidad, las cuales iban en consonancia con la lógica de producción en serie propuesta en la escuela. Aunque muchos de esos objetos no pasaron del prototipo, son las fotografías lo que les confiere el aura de reproducibilidad en masa. “La serialidad”, explica, “también fue sugerida en las fotografías donde se multiplican y proliferan objetos singulares, auxiliados en ocasiones por la duplicación generada y por las sombras proyectadas”. Así, las fotografías tomadas por Schulz “sirvieron como puntos de acceso visual a los objetos de la Bauhaus y a las ideas que buscaban ejemplificar. En contraste con los objetos físicos que retrataban, las fotografías eran plenamente reproducibles y podrían mostrarse (en lugar de los objetos) tal y como los diseñadores lo habían deseado originalmente”.
A pesar de tal colaboración invaluable, que construyó el imaginario visual con el que hoy asociamos a la Bauhaus, la labor de Schulz fue demeritada continuamente dentro de la misma. Sus ejercicios fotográficos eran denominados, peyorativamente, “fotografía casera”: trabajando bajo el mote hausfotografin, fotógrafa en casa o fotógrafa de casa, el término conllevaba la acepción de una práctica rudimentaria, amateur, destinada por ende a ilustrar materiales de circulación interna. En consecuencia, su producción fotográfica fue considerada trabajo reproductivo: una labor feminizada, de apoyo; un trabajo concebido como marginal. Así, tales motes ocluyeron y negaron la capacidad prodigiosa de Schulz de crear un análogo visual de los principios que la Bauhaus pretendía materializar.
En uno de sus escritos dedicados a la obra de la fotógrafa, Jordan Troeller argumenta que los profesores de la Bauhaus concibieron su labor como la de una estenógrafa: una persona que transcribe meramente lo que alguien más dice. Desde ese punto de vista, la labor de Schulz se limitó a “ejecutar el dictado del artista”. El hecho de que, más allá de su dominio sobre los encuadres y la iluminación, Schulz haya emprendido, entre otros, procesos de ampliación y reproducción complejos que requerían la invención de métodos ingeniosos, dada la virtual imposibilidad de contar con mejor equipo, fue ignorado por completo.
Para Lucia Schulz, afirma Troeller, “el individualismo era un residuo del siglo XIX que había que desechar, parecido al ornamento arquitectónico de la Bauhaus”, por lo que buscó desvanecer su huella autoral dentro del amplísimo archivo que generó a lo largo de los cinco años que permaneció allí. En consecuencia, la principal razón por la que fue víctima de tal borramiento autoral es que “su obra no se conformó a los términos hegemónicos de originalidad que en ese entonces apoyaban la división entre trabajo artístico y no artístico”. En oposición al arte cuyo principio central es la originalidad, el propósito de las imágenes de Schulz era fusionarse con y hacer eco de la estética de la producción que retrataba. Bajo un criterio actual, propondría yo que, en lugar de desaparecer como autora, Lucia Schulz creó una obra traslúcida.
Daniela
Mi interés en narrar la historia anterior dista mucho de esbozar una moraleja sobre los supuestos peligros que corre una producción artística dentro de un contexto donde las leyes de propiedad intelectual están ausentes. Por el contrario, deseo enfatizar la empatía, o la identificación incluso, experimentada por Bojórquez Vértiz frente a la historia de Lucia Schulz. A través de la cita, homenaje o invocación, la artista reconoce la existencia de Schulz como creadora de las imágenes que definieron la estética de la Bauhaus; por otro lado, busca contrarrestar la feminización de su labor fotográfica –que haya sido concebida como un apoyo al trabajo de los “maestros” y denostada como un mero registro sin valor artístico– al realizar algo cercano a lo que Griselda Pollock llamó “intervenciones feministas” en la historia del arte. Pollock ha teorizado que, como constructo ideológico, la historia del arte es el resultado de la exclusión sistemática promulgada por un sexismo estructural, el cual opera igualmente en términos de origen étnico y clase, con la finalidad de mantener el statu quo. Por consiguiente, la cuestión que discutía Pollock inicialmente, la aseveración de que no existen grandes mujeres artistas, sería cierta: la propia historia del arte se ha edificado sobre criterios que las dejan fuera. La tarea del feminismo sería entonces aceptar y lidiar con el impacto negativo de la discriminación social y profesional vivida anteriormente por las mujeres para generar un cambio de paradigma. Bajo este tenor, Bojórquez Vértiz se ha interesado por, más no circunscrito a, las condiciones que limitaron u oprimieron a Lucia Schulz pero, mediante la cita a su obra, critica y rechaza el sesgo con el que fue evaluada, además de reivindicar sus contribuciones a la fotografía moderna.
En cuanto a la identificación, algo que nutrió la concepción de TrasLucía (Haus) desde el inicio son las experiencias de la artista dentro de los llamados “espacios independientes” de exhibición de arte en la Ciudad de México. A falta de una definición precisa, describiré sus generalidades: son lugares de tamaño variable dirigidos a menudo por colectivos de artistas y que operan bajo sistemas de autogestión en espacios que no han sido construidos o adaptados para la exhibición de arte, es decir, desarrollan sus actividades dentro de arquitecturas de uso habitacional. El financiamiento, por su parte, no proviene de fuentes gubernamentales o de la iniciativa privada de forma directa, aunque en la mayoría de casos la programación se ve posibilitada por ellas, así sea en segundo o tercer grado. De esta manera, los recursos –materiales, económicos o humanos– han sido brindados en incontables ocasiones por las artistas invitadas a exhibir o colaborar. Bajo ese espíritu de colaboración, el equipo que los gestiona participa en el montaje y, en teoría, también entabla un diálogo constructivo con las artistas.
A pesar de la retórica comunitaria y colaborativa asociada frecuentemente con estas iniciativas, Bojórquez Vértiz ha detectado en ellas una feminización del trabajo artístico. En palabras de la socióloga Renate Rott, la feminización del trabajo es “la costumbre y naturalización de una vida llena de sobre cargas y miserias sin la posibilidad remota de visualización o planificación de un cambio”. Esto es, en la división del trabajo se siguen roles de género tradicionales que dictan que las mujeres deben asumir un volumen desproporcionado de tareas y responsabilidades, sean de trabajo productivo o reproductivo, sin las condiciones apropiadas, además de recibir remuneraciones mínimas o, simplemente, sin remuneración. Es más la regla que la excepción que estas entidades artísticas se sostengan sobre el trabajo no remunerado de la escena artística local, brindándoles poco o nulo apoyo y una infraestructura deficiente y, si bien reconocen a las artistas como creadoras y no borran su autoría –como le sucedió a Lucía Schulz– sí hay una cierta apropiación al ser las personas que conforman a estos espacios quienes acumulan capital cultural, que en ocasiones se traduce en capital económico, a partir de disfrazar de “colaboración” la feminización del trabajo artístico. ¿Cómo desafiar este orden de las cosas?
Daniela Bojórquez Vértiz decidió recurrir a la misma estrategia que los espacios independientes, esto es, idear una forma de inserción en un circuito artístico a través de la apertura de un espacio semipúblico temporal en su casa-estudio. La idea se vio potenciada por el contexto de la pandemia y las restricciones consiguientes, sumado a otras dos razones que confirmaban su viabilidad. La primera es el largo linaje de galerías-departamento dentro de la historia del arte moderno y contemporáneo y, la segunda, que el hecho de que una artista exhiba su obra en su casa parecería casi un rito de iniciación. Entre comunidades de estudiantes de arte, exhibir en una casa es una estrategia recurrente; el deseo por hacer pública la obra es, quizás, natural. No obstante, no todos los sitios donde se coloque obra para ser exhibida públicamente son espacios de legitimación. Al prescindir de ella, Bojórquez Vértiz también adquirió la libertad de operar bajo sus propias condiciones. Así, insistiendo en la potencialidad de la casa como una máquina para producir imágenes y transformándola posteriormente en un espacio de exhibición, Bojórquez Vértiz reconcibe este espacio como un sitio de trabajo creativo de principio a fin, en lugar del locus de la opresión femenina o artística.
A diferencia del arte feminista de los sesentas y setentas, en TrasLucía (Haus), la casa no se filtra dentro de la obra como una máquina que facilita la vida doméstica, esto es, las labores de cuidado y mantenimiento que sostienen la marcha del ritmo familiar. Dentro de la tradición historiográfica del arte, la casa se vuelve un elemento digno de mención cuando abre la puerta para narrar los infortunios que las mujeres artistas han atravesado para lograr trabajar en estos espacios, viendo mermada su capacidad para el trabajo creativo y luchando por hacerse de “una habitación propia”, especialmente cuando lo doméstico se fusiona con lo materno. En un agudo contraste, esta instalación fotográfica es una obra casera, esto es, se crea y cría en casa, la cual importa como entidad física, pero desafía la acepción común de “lo casero”, que refiere a prácticas realizadas con pocos recursos, de forma rudimentaria y carentes de profesionalización.
La política y poética de la casa confluyen entonces en su utilización de la casa como una camera obscura. Mediante actos de citación, Daniela Bojórquez Vértiz invoca al espectro de Lucia Schulz, que se funde con su obra en un acto de translucidez. Así, con aproximadamente un siglo de distancia entre ambas, la primera actualiza la obra y pensamiento de la segunda. Además de reivindicar una obra invisibilizada y menospreciada, la artista demuestra la vigencia de sus búsquedas pues aún hay que desafiar al statu quo para demostrar que la casa, efectivamente, puede enunciarse como el lugar-máquina donde sucede el trabajo creativo.