Un mundo donde quepan muchos mundos
Publicado en Código, 2018


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En 2001 Santiago Sierra realizó la obra 11 personas remuneradas para aprender una frase, un video en el que se muestra a un grupo de once mujeres tzotziles mientras les es enseñada una frase en castellano. Las mujeres no comprenden dicha lengua y se esfuerzan por pronunciar la oración “Estoy siendo remunerado para decir algo cuyo significado ignoro” guiadas por un hombre que permanece de pie y aparece ocasionalmente en cámara de espaldas. Siguiendo el modelo que ha caracterizado buena parte de sus obras participativas, aquí también se lleva a cabo una transacción económica y, a cambio de participar en esta actividad y dejarse grabar, cada una de las mujeres recibió dos pesos mexicanos, el equivalente actual a 10 centavos de dólar estadounidense. El video está conformado por una toma fija, sin edición alguna, y concluye una vez que las mujeres han repetido la frase entera, de corrido, tras intentarlo durante poco más de 10 minutos.

Sin representar una excepción dentro de la producción de Sierra, principalmente dentro del cuerpo de obra realizado durante la década pasada, el video es una obra difícil de observar dada la crudeza y naturalidad con las que retrata la explotación capitalista, posibilitada en este caso por el profundo empobrecimiento económico de las comunidades indígenas de México. Por otro lado, la instrumentalización de las mujeres, al igual que la infantilización a la que son sometidas, suele provocar la indignación espectatorial pues muestra con vigor la opresión vigente aún de las estructuras coloniales bajo las cuales se rige día a día el país. A diferencia de un gran número de artistas que critican las ficciones de la modernidad (la igualdad, el progreso, la urbanización, entre otras), el artista español parece reforzar los cimientos sobre los que éstas se construyen y celebrarlos descaradamente. Mi interés en esta obra específica no radica n la postura ética que el artista asume sino en una cuestión epistemológica: las formas modernas bajo las cuales se organiza el conocimiento son replicadas aquí de manera aparentemente acrítica — una lengua colonial, el castellano, es impuesta sobre una lengua indígena, el tzotzil, gracias a la violencia estructural del Estado mexicano. 

La escena ideada por Sierra no es sino una mirada fugaz, parcial, hacia las muchas formas en las que los idiomas y, por consecuente, los conocimientos indígenas van siendo desterrados y sepultados dentro del modelo del estado-nación, siendo relegados a entonces a un “pasado profundo” (a la par de que los dejan fuera del cobijo de la ley, escrita e impartida en el idioma oficial de la nación). A decir del académico Michael Hanchard, el racismo hacia los pueblos indígenas es una característica constituyente –que no secundaria, como afirma Benedict Anderson– de la identidad nacional; ésta cobra forma bajo el principio excluyente del mestizaje. La modernidad mexicana, guiada ideológicamente por la invención vasconceliana de la raza cósmica, ofrece ejemplos reveladores de las tensiones que se vivieron dentro del campo del arte en México durante el siglo XX. En manos de diversos artistas, la representación del pasado indígena y sus tradiciones contemporáneas brindaban puntos de referencia sobre la exaltada identidad nacional. Por ejemplo, dentro del muralismo se privilegió la representación de figuras humanas con rasgos indígenas y la aparición (idealizada) de escenas previas a la conquista española. En las obras de caballete de la época, el repertorio temático incluía la representación  de figurines prehispánicos y distintas escenas vernáculas de la vida indígena, ilustrando cabalmente la afirmación de Elizabeth Povinelli de que en distintos contextos las tradiciones indígenas convierten en “una forma politizada y objetualizada de identidad nacional” a lo cual, paradójicamente, se suma la idea de que ser indígena es encarnar un bien nacional. 

La relación del arte con el pasado y presente indígena ha sufrido transformaciones radicales en lo que va del siglo XXI, en buena medida gracias a la expansión del pensamiento decolonial dentro de sus practicantes y téoricos. De naturaleza pluriversal, la decolonialidad no es un movimiento ni un proyecto sino una forma de pensar encarnada en distintas luchas que buscan desligarse de un control u opresión imperante aún; actualmente, buena parte de la producción artística lucha en contra o aborda de manera crítica lo que Walter Mignolo ha llamado célebremente “el lado obscuro de la modernidad” — el colonialismo y los múltiples problemas que ha acarreado consigo: conflictos bélicos, desastres ecológicos, la crisis migratoria, el racismo sistémico, el capitalismo extractivista, entre otros.

La expansión del pensamiento decolonial ha dado pie por lo tanto a la realización de múltiples revisiones historiográficas de las narrativas artísticas, buscando romper a la vez que cuestionar el tejido de ciertas memorias locales. En el contexto latinoamericano, por ejemplo, Miguel López señala que el llamado arte conceptualista –o los conceptualismos del Sur– buscaron formas radicales y nuevas de producir arte y asignarle valor al mismo, revelando “procesos complejos dentro de los cuales las subjetividades artísticas se oponen a la organización consensual del poder y su distribución de lugares y papeles a desempeñar, movilizando resistencias singulares y colectivas, al igual que energías de la disidencia.” Implementando una línea similar dentro de su práctica curatorial, López ha realizado lecturas queer del arte de su natal Perú y de América Latina, descentrando las narrativas patriarcales heteronormativas y preguntándose por las tecnologías de representación y modos de producción de subjetividades a partir de un objeto o un dispositivo artístico o cultural.

No obstante, mi interés aquí es preguntarme por esfuerzos similares que se enuncien –o que pudieran enunciarse– desde de la práctica artística/curatorial cuyo propósito sea entender el pasado, el presente y el futuro indígena fuera de marcos heredados de una concepción colonial. Si bien existe un buen número de prácticas que incorporan un imaginario visual o temático indígena como inspiración poética, o que se interesan por la inequidad que experimentan actualmente los pueblos indígenas, sus culturas e historia (apelando a lo políticamente correcto o a posicionarse del lado correcto de la historia), todavía son escasos los ejemplos donde las epistemologías indígenas sean utilizadas para colapsar las construcciones disciplinarias modernas que perpetúan el statu-quo. María Íñigo Clavo señala que como una forma subalternizada de conocimiento, el arte “siempre ha sido capaz de reunir herramientas críticas de distintos contextos de conocimiento con la finalidad de intervenir en instituciones, en la política y en problemas sociales”. Históricamente, el psicoanálisis y la sociología han abierto la puerta a nuevas posibilidades desde el arte, y de manera más reciente así lo han hecho la teoría queer, los estudios de género y el feminismo. ¿Por qué no ha sucedido así con las epistemologías indígenas?

Por lo tanto, a pesar de que el arte es un espacio privilegiado para implementar estrategias para la epistemodiversidad, Íñigo Clavo afirma que “al mismo tiempo, el arte siempre ha mantenido un límite estricto entre sí mismo y la cultura popular, para asegurarse de estar a la altura de las ciencias occidentales.” Ésta es quizás una de las razones por las que la inclusión de lo indígena en el arte se limita en muchas ocasiones a la representación por lo que, por ejemplo, en bienales, trienales, quinquenales y exposiciones de gran escala a menudo se busca cumplir con una cuota de artistas indígenas. No obstante, mientras las estructuras sobre las que se construye el arte, tanto a nivel sistema como a nivel ideológico, no sufran una transformación radical, la epistemodiversidad seguirá incompleta. Si el arte contemporáneo busca, parafraseando un dicho zapatista, crear un mundo donde quepan muchos mundos, el camino por recorrer es largo aún.

Para comenzar a andar este sendero, la propia Íñigo Clavo propone buscar formas de conocimiento que han sido ignoradas por la modernidad (algo similar a lo que Michel Foucault llamó saberes subyugados y John C. Scott denominó como mētis) para colapsar las barreras de cada disciplina. En este tenor, un buen ejemplo es la investigación que lleva a cabo Paulo Tavares sobre la selva amazónica que, desde una postura colonial, se reconoce como un espacio primitivo habitado por sociedades ahistóricas. Tavares investiga entonces los sistemas indígenas de administración del paisaje en la Amazonia donde destaca que efectivamente sucede una manipulación del terreno, pero siempre con miras a su regeneración, controlando los agentes de dispersión y mejorando la distribución y germinación de semillas de especies particulares. El bosque, como tal, es “un elemento arquitectónico vivo y poblado dentro de una infraestructura urbana más grande compuesta de lo antiguo y lo nuevo.” Así, Tavares propone hablar de bosques culturales en la Amazonia, “construcciones botánicas antropogénicas forjadas por tipos específicos de interacción entre dinámicas culturales y naturales que albergan inscripciones, historias y memorias en la propia vegetación viviente.” 

La importancia de investigaciones como Tavares trasciende el campo cultural y dichas discusiones llegan en ocasiones hasta el terreno legal, por ejemplo, donde se discuten los derechos de sujetos no humanos, como lo son los animales, los ríos y, en este caso, los bosques. Al estudiar una epistemología indígena, Tavares da cuenta de que la naturaleza de los bosques de la Amazonia es política, al ser producto de los arreglos socioespaciales que determinan la vida de la selva. 

El propósito de investigaciones y proyectos como éste no es, en absoluto, eliminar la otredad pero sí las posturas antropológicas y etnográficas heredadas del pensamiento colonial. Para transformar al arte contemporáneo en un espacio de potencialidad, en un mundo donde quepan muchos mundos, es urgente un quiebre epistemológico que propicie acercarnos al conocimiento indígena como un objeto de estudio y que lo asumamos, por el contrario, como un interlocutor del cual nos queda mucho por aprender.

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Notas

1.  Elizabeth A. Povinelli, “Settler Modernity and the Quest for an Indigenous Tradition” en Dilip Parmeshawar Gaonkar (ed.), Alternative Modernities (Durham y Londres: Duke University Press), 2010, p. 55. En esta cita y en las sucesivas, las traducciones son mías.

2.  Miguel López, “How Do We Know What Latin American Conceptualism Looks Like?” en Afterall, 23, primavera 2010.

3.  María Íñigo Clavo, “Modernity vs. Epistemodiversity” en e-flux, 73, mayo 2016, p. 7.

4. Ídem.

5. Un resumen de ésta puede leerse en Paulo Tavares, “The Political Nature of the Forest: A Botanic Archaeology of Genocide” en Anna Sophie Springer (ed.), The Word for World is Still Forest (Berlín: K. Verlag y Haus Der Kulturen Der Welt, 2017), pp. 125-157.

6. Ibid., p. 146.

7. Ídem.